Gabriel golpeaba el metal con un ritmo constante, el sonido del martillo llenando cada rincón del taller. Su ceño estaba más fruncido que de costumbre, y aunque intentaba concentrarse en su trabajo, la presencia de Amelia revoloteaba como una brisa persistente.
Ella se había acomodado en una esquina del taller, observándolo con la misma paciencia que alguien miraría las nubes pasar.
—¿No te cansas de mirar? —gruñó Gabriel sin apartar la vista de su trabajo.
—¿De qué? —preguntó ella, divertida.
—De estar aquí. ¿No tienes mejores cosas que hacer?
—Podría estar hablando con mis flores, pero ellas no son tan interesantes como tú.
Gabriel soltó un bufido.
—Vaya criterio.
Amelia soltó una risita suave.
—Tú eres el gruñón más interesante que he conocido, Gabriel.
—No conozco a muchos gruñones, entonces.
—Tal vez. Pero estoy aquí para ampliar mi colección.
Gabriel dejó el martillo sobre la mesa con un golpe seco y se giró hacia ella.
—¿Y qué sacas de estar aquí molestando? ¿Esperas que me vuelva encantador de la noche a la mañana?
Amelia lo miró con esa serenidad que lo desarmaba.
—No. Me gusta tu autenticidad, incluso si viene en forma de gruñidos.
Gabriel la observó por un momento antes de negar con la cabeza, volviendo a su trabajo.
—Estás loca.
—Lo he oído antes.
El silencio cayó entre ellos, pero no era incómodo. Gabriel martillaba el metal, mientras Amelia seguía observando, sus ojos curiosos explorando cada rincón del taller.
—¿Siempre te ha gustado hacer esto? —preguntó de repente.
—Desde que era un crío —respondió sin mirarla.
—¿Qué es lo que más te gusta? ¿El ruido? ¿El metal caliente? ¿O el resultado final?
Gabriel se tomó un segundo antes de responder.
—El control. Aquí las cosas no fallan si haces todo bien. El metal responde, siempre.
Amelia asintió con suavidad.
—Debe ser reconfortante.
—Lo es.
Ella se acercó un poco, sus pasos ligeros resonando en el piso del taller.
—Las estrellas también son constantes, ¿sabes? Siempre están ahí, incluso cuando no las ves.
Gabriel la miró de reojo.
—¿Otra charla sobre estrellas?
—No necesariamente. Solo digo que entiendo por qué te gusta trabajar aquí. Las estrellas me dan esa sensación de control que tú tienes con el metal.
Gabriel soltó un resoplido.
—Tú y tus comparaciones raras.
Amelia sonrió, sin ofenderse.
—Supongo que tienes razón.
El silencio volvió a instalarse, pero esta vez Gabriel no se sintió invadido. Había algo en la presencia tranquila de Amelia que, aunque le irritaba, también resultaba extrañamente reconfortante.
Ella se estiró y miró hacia la puerta.
—Bueno, creo que te dejaré trabajar en paz por ahora, gruñón.
—Ya era hora.
—Pero volveré —advirtió con una sonrisa traviesa.
Gabriel rodó los ojos.
—Claro que sí.
Amelia se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir, se giró hacia él.
—Gracias por la conversación, aunque no lo admitas, creo que la disfrutaste un poco.
—Sigue soñando.
Ella le lanzó una última sonrisa antes de desaparecer por la puerta.
Gabriel soltó un suspiro y volvió al metal. Pero algo en el aire había cambiado, y aunque no quería aceptarlo, el taller ya no se sentía tan silencioso como antes.
A veces, incluso el hombre más gruñón descubre que la compañía más inesperada es la que ilumina su día.