Amelia pedaleaba suavemente por el camino que descendía de la colina, dejando que la brisa nocturna acariciara su rostro. El aire tenía ese aroma especial que mezclaba tierra húmeda y flores silvestres, como si la noche quisiera despedirla con un regalo delicado.
Su mente, sin embargo, no estaba del todo en el paisaje. Seguía en la cima, junto a Gabriel, recordando sus gruñidos secos y su forma incómoda de sostener una conversación. Era curioso cómo alguien tan distante podía ser, al mismo tiempo, magnético.
Llegó al final del sendero y giró hacia la calle principal del pueblo. Las luces tenues de los faroles guiaban su camino de regreso a la floristería. El cansancio del día pesaba en sus piernas, pero su corazón seguía liviano.
Al entrar en la tienda, el olor familiar de las flores la envolvió. Cerró la puerta tras de sí y dejó su bicicleta apoyada contra la pared. Las flores dormían en sus estantes, esperando el primer rayo de sol para desplegarse de nuevo.
Suspirando, se dejó caer en el viejo sofá del pequeño espacio que usaba como sala de estar. Desde ahí podía ver por la ventana el cielo despejado, salpicado de estrellas.
—Siempre ahí —susurró, como si hablara con una vieja amiga.
El recuerdo de Gabriel seguía latiendo en su mente. Había algo hermoso en su forma ruda y en cómo, a pesar de sus gruñidos, parecía escuchar con atención cada palabra que ella decía. Amelia sonrió ante la idea de que incluso un hombre como él podía encontrar algo en común con el universo infinito de las estrellas.
El sonido de su teléfono la sacó de sus pensamientos. Era un mensaje de su amiga Carla.
Carla: ¿Sobreviviste a tu aventura nocturna?
Amelia sonrió y respondió rápidamente.
Amelia: Sí, y hasta conseguí hablar con el hombre más gruñón del pueblo.
Carla: ¿Te refieres a Gabriel? ¿El oso antisocial? ¡Cuéntame todo!
Amelia: Mañana en el café, prometido.
Dejó el teléfono a un lado y volvió a mirar el cielo. Las estrellas brillaban sin reservas, recordándole que siempre había algo constante, incluso en los días más caóticos.
Se levantó del sofá y se acercó al ventanal, apoyando la frente contra el vidrio frío.
—Espero que algún día veas esto como yo lo veo, Gabriel —murmuró.
La noche avanzaba, pero Amelia no tenía prisa por dormir. Había algo reconfortante en estar sola con las estrellas, como si cada una de ellas le susurrara secretos antiguos.
Finalmente, se apartó del vidrio, apagó las luces y se dirigió a su habitación, pero no sin antes echar un último vistazo al cielo estrellado.
—Buenas noches, estrellas. Buenas noches, gruñón.
Las estrellas siempre brillan, aunque algunos corazones aún no sepan cómo mirarlas.