El sonido de la puerta del taller cerrándose tras ella aún retumbaba en la mente de Amelia mientras caminaba por la calle empedrada. La tarde había comenzado a teñirse de tonos anaranjados, y el aire olía a metal y aceite, ese aroma tan característico del refugio de Gabriel.
Había algo en aquel lugar, en su caos ordenado y en los gruñidos metódicos del hombre que lo habitaba, que le resultaba intrigante. Gabriel, con su actitud seca y su eterna expresión de fastidio, parecía siempre un muro imposible de atravesar. Y, sin embargo, había algo cálido —aunque negado— bajo esa fachada ruda.
Amelia sonrió para sí misma mientras ajustaba la bandolera de cuero que llevaba al hombro. Recordó la expresión de Gabriel cuando le habló de las estrellas: mezcla de curiosidad y resistencia, como si no quisiera admitir que algo tan lejano pudiera importarle.
—Claro que te importan —murmuró, entretenida con sus propios pensamientos.
La calle estaba tranquila, salvo por el sonido de los pájaros que regresaban a sus nidos. Amelia decidió detenerse en una pequeña banca frente a la plaza central. Desde ahí podía ver el cielo que comenzaba a despejarse tras las nubes de la tarde.
Sacó de su bolsa un cuaderno de tapas gastadas y un bolígrafo. Dibujar flores y escribir sobre las estrellas era su manera de encontrar paz, incluso cuando el mundo parecía girar demasiado rápido.
Mientras garabateaba una pequeña constelación entre pétalos imaginarios, su mente volvía una y otra vez al taller.
—No soy el tipo de persona que habla de estrellas —había gruñido Gabriel.
—Y, sin embargo, lo hiciste —había respondido ella con una sonrisa suave.
El recuerdo le hizo reír. No podía evitarlo. Había algo encantador en la obstinación de Gabriel.
El sonido de pasos apresurados la sacó de sus pensamientos. Era la señora Martínez, una de sus clientas habituales de la floristería.
—¡Amelia, querida! —la saludó con entusiasmo—. ¿Qué haces aquí sola?
—Disfrutando un rato del cielo —respondió Amelia con una sonrisa amable.
—Siempre tan romántica —comentó la señora Martínez, ajustándose el sombrero—. ¿Sabías que se viene una lluvia de estrellas esta semana?
—¿De verdad? —Los ojos de Amelia brillaron con entusiasmo—. No me lo perdería por nada.
—Entonces te espero para contármelo después. Siempre haces que las estrellas suenen aún más bonitas.
La señora Martínez se despidió, dejando a Amelia nuevamente sola con sus pensamientos.
—Lluvia de estrellas... —susurró, su corazón llenándose de una anticipación infantil.
Tal vez incluso Gabriel no podría resistirse a mirar al cielo esa noche. La idea le hizo sonreír mientras guardaba su cuaderno y se ponía de pie.
El camino de regreso a la floristería la llenó de calma. Las flores la esperaban, y el recuerdo de Gabriel, con su voz áspera y sus manos firmes, se mantenía latente.
Quizás, pensó Amelia, algunos corazones simplemente necesitan más tiempo para aprender a mirar las estrellas.
Una chispa de curiosidad puede romper el silencio más obstinado.