Gabriel observó la puerta del taller cerrarse tras Amelia, dejando en el aire un tenue rastro de su perfume floral. El lugar se sumió nuevamente en ese silencio que siempre le había resultado cómodo, aunque ahora parecía más pesado de lo habitual.
Bufó y se pasó una mano por el cabello desordenado antes de girar hacia la mesa de trabajo. Las piezas del motor que llevaba horas intentando reparar seguían esparcidas sobre la superficie metálica, brillando bajo la luz blanca de la lámpara. Se suponía que volver a sus herramientas le ayudaría a despejarse, pero su mente seguía atrapada en la conversación que acababa de tener.
—¿Qué demonios tienen las estrellas de interesante? —gruñó para sí mismo, encendiendo el compresor con un movimiento brusco.
El ruido del aire comprimido llenó el espacio, pero ni siquiera eso logró acallar el eco de las palabras de Amelia.
"Y, sin embargo, lo hiciste".
Había algo en esa chica que lo sacaba de su zona segura, como si cada sonrisa suya fuera un desafío a su manera de ver el mundo. Dulce, amable, con una risa que parecía empeñada en quedarse pegada a sus pensamientos.
—Ridículo —masculló mientras desmontaba una pieza con movimientos más bruscos de lo necesario.
El sonido de la puerta del taller abriéndose nuevamente lo sobresaltó. Miró hacia la entrada, pero solo era el viento empujando la hoja mal ajustada.
Se obligó a respirar profundo y se concentró en el motor. La mecánica era sencilla, directa. No como las personas, con sus conversaciones llenas de significados ocultos y sus malditas miradas que esperaban algo de ti.
Después de un rato, el compresor se apagó, dejando el taller sumido en un silencio incómodo. Gabriel se quedó quieto, mirando el motor desmontado frente a él.
Las estrellas, pensó con amargura. Nunca se había detenido a pensar en ellas, pero ahora no podía evitarlo. La imagen de Amelia con los ojos brillantes hablando de constelaciones se coló en su mente.
Con un bufido, se quitó los guantes grasientos y los lanzó sobre la mesa.
—Definitivamente estás perdiendo la cabeza —se dijo a sí mismo.
Apagó las luces del taller y salió al aire fresco de la noche. El cielo, despejado y salpicado de estrellas, se extendía sobre él. Gabriel frunció el ceño, pero no pudo evitar levantar la vista.
—Nada especial —murmuró, aunque su voz carecía de convicción.
Caminó hacia el portón del taller y lo cerró con un golpe seco. La calle estaba desierta, tranquila, y el aire nocturno era fresco contra su piel.
Mientras caminaba de regreso a su casa, los pensamientos sobre Amelia seguían dando vueltas en su cabeza, molestándolo más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Tal vez, solo tal vez, había algo en las estrellas que merecía la pena mirar.
Incluso el cielo más distante puede encontrar quien lo mire, aunque se resista.