El eco de sus pasos retumbaba en la calle vacía mientras Gabriel se alejaba del apartamento de Amelia. La brisa nocturna revolvía su cabello desordenado, pero el frío apenas lo rozaba. Su mente estaba demasiado ocupada para prestar atención a las trivialidades del clima.
No le importaba lo que le pasara a Amelia. Se dijo eso una y otra vez mientras encendía un cigarrillo que sacó del bolsillo de su chaqueta. Solo quería respuestas porque detestaba que alguien se metiera en su territorio, nada más.
Sacó el teléfono y marcó un número que había prometido no volver a usar. El tono sonó tres veces antes de que una voz ronca contestara al otro lado.
—¿Gabriel? Esto es una sorpresa —dijo el hombre con un acento apenas disimulado.
—Necesito información —cortó Gabriel, seco y directo—. Esta noche alguien siguió a una chica. Averigua quién y por qué.
Hubo un breve silencio.
—¿Una chica? ¿Tú? Esto sí que es inesperado. ¿Qué te importa a ti?
—No me importa —gruñó—. Solo quiero saber quién tuvo la mala idea de meterse donde no debe.
El otro soltó una risa incrédula.
—Claro, claro. Envíame los detalles.
Gabriel colgó sin despedirse. León era de los pocos contactos que le quedaban del pasado, alguien que aún movía hilos en las sombras.
Su mandíbula se tensó al recordar los días en que su nombre significaba algo en los círculos de inteligencia. Gabriel no era solo un mecánico gruñón; había sido uno de los mejores operativos de campo, un general cuya reputación había traspasado fronteras. Pero ese mundo lo había agotado, dejándole cicatrices invisibles.
El teléfono vibró en su mano, sacándolo de sus pensamientos. Un mensaje de León apareció en la pantalla: "Dame una hora. Te aviso." Gabriel apretó los labios, guardando el dispositivo de nuevo.
Caminó hacia su motocicleta estacionada junto a la acera. La encendió, el rugido del motor cortando el silencio de la noche. Necesitaba despejar su mente, pero sabía que el peso de lo que había dejado atrás lo seguía como una sombra persistente.
Mientras conducía por las calles iluminadas por faroles, su mente volvía a Amelia, aunque trataba de apartarla con rabia. Esa sonrisa suave que siempre parecía dispuesta a iluminar incluso sus peores días. Apretó el manillar con fuerza.
—Idiota —se dijo a sí mismo.
Cuando llegó a su taller, apagó la moto y se quedó sentado por un momento, mirando el lugar que había construido para mantener su vida simple y alejada del caos. Sus dedos tamborilearon sobre el manillar mientras su mirada se endurecía.
Si alguien pensaba que podía amenazar su tranquilidad, estaban muy equivocados.
Sacó el teléfono de nuevo y marcó otro número.
—¿Gabriel? —contestó una voz femenina al otro lado.
—Revisa los movimientos recientes en la zona —ordenó sin preámbulos—. Algo no cuadra.
—¿Todo bien? —preguntó ella con preocupación.
—No es asunto tuyo.
Colgó antes de que ella pudiera seguir preguntando. No le gustaban las explicaciones.
Se quedó allí, bajo el cielo estrellado, con la determinación endureciéndose en su pecho. Había dejado atrás ese mundo, pero si tenía que volver a ensuciarse las manos, lo haría sin dudarlo.
La única constante en el caos es no confiar en nadie, ni siquiera en el corazón que late dentro de tu pecho.