La noche avanzaba lentamente, pesada y densa, mientras Gabriel se sentaba en el borde de su escritorio, revisando los últimos informes que León le había enviado. El rugido ocasional de una motocicleta o el murmullo de algún noctámbulo eran los únicos sonidos que perturbaban la calma inquietante del taller.
El teléfono vibró sobre la madera con insistencia. Un número desconocido. Frunció el ceño pero contestó.
—¿Quién habla? —su voz fue seca y cortante.
—Gabriel... —La voz temblorosa de Amelia llenó la línea, ahogada por el miedo—. Soy yo, Amelia.
Su cuerpo se tensó, cada fibra alerta.
—¿Qué pasa?
—Alguien dejó una nota en mi puerta... y había vidrios rotos. Me corté las manos al intentar recogerlos... —Su voz se quebró—. No sé qué hacer. Estoy asustada.
Gabriel se levantó de un salto, la mandíbula apretada.
—Escúchame bien. No toques nada más. ¿Estás en casa?
—Sí, pero... ¿y si siguen aquí?
—Cierra todas las puertas y ventanas. Quédate alejada de la entrada. Voy para allá.
—Pero...
—¡Haz lo que te digo! —ordenó con dureza.
La línea quedó en silencio antes de que Amelia soltara un "Está bien" apenas audible. Gabriel colgó sin despedirse y tomó su chaqueta de cuero sin dudar.
La motocicleta rugió bajo él mientras recorría las calles a toda velocidad. El aire frío cortaba su piel, pero su mente seguía enfocada en una sola cosa: protegerla. Aunque se negara a admitirlo, la idea de que alguien la estuviera amenazando le revolvía el estómago.
Llegó al edificio de Amelia en cuestión de minutos. Las luces parpadeaban en la entrada, y el ambiente estaba cargado de tensión.
Amelia lo esperaba en el vestíbulo, con el rostro pálido y los ojos brillantes por lágrimas contenidas. Sus manos, cubiertas con toallas improvisadas, mostraban rastros de sangre.
—Déjame ver —ordenó sin preámbulos, tomando sus manos con brusquedad.
—Está bien, solo son cortes superficiales... —intentó restarle importancia.
—No sabes cuándo dejar de hablar, ¿verdad? —gruñó mientras examinaba los cortes con precisión.
Ella lo miró, sorprendida por la mezcla de rudeza y cuidado en sus movimientos.
—Gracias por venir, Gabriel.
Él resopló.
—No lo hice por ti. Odio que me metan en problemas.
Ella sonrió levemente, a pesar del miedo que aún latía en su pecho.
—Claro que no.
Gabriel ignoró el comentario y sacó un pequeño botiquín de su motocicleta. Limpiar los cortes fue un proceso rápido y eficiente.
—¿La nota? —preguntó finalmente.
Amelia señaló hacia la puerta de su apartamento.
Gabriel caminó con pasos firmes hacia ella. El papel estaba pegado con cinta adhesiva, las letras impresas en tinta negra:
"No te metas donde no te llaman."
Sus ojos se entrecerraron mientras arrancaba la nota y la guardaba en su bolsillo. La ira burbujeaba bajo su piel, pero su rostro permaneció impasible.
—¿Alguna idea de quién pudo haber sido? —preguntó Amelia desde atrás.
—No. Pero lo sabré pronto.
El tono gélido de su voz no dejó lugar a dudas.
—Gabriel... ¿Crees que esto tiene que ver contigo?
—Nada que te importe —respondió cortante, apagando cualquier intento de acercamiento.
Amelia suspiró, pero no insistió. Había aprendido que Gabriel no era alguien que se abriera fácilmente.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Asegurarme de que esto no vuelva a pasar.
Ella asintió, confiando en su firmeza, aunque él intentara mantenerla alejada de sus verdaderas intenciones.
Gabriel, sin mirar atrás, se dirigió hacia su motocicleta.
—Ve a descansar, Amelia. Y mantente alerta.
—¿Tú qué harás? —preguntó con una mezcla de curiosidad y preocupación.
Él se encogió de hombros con frialdad.
—Lo mío.
Antes de que ella pudiera responder, el rugido de la motocicleta rompió el silencio de la noche.
"Algunas promesas no se dicen en voz alta; simplemente se graban en la piel del alma."