El aire estaba cargado de un silencio inquietante cuando Gabriel llegó a la floristería. La calle parecía vacía, como si el caos de días anteriores hubiera dejado una marca invisible en el ambiente. Sin embargo, algo en el suelo capturó su atención de inmediato.
La cartera de Amelia yacía tirada frente a la entrada de la tienda, su contenido parcialmente desparramado. Justo al lado, una nota doblada cuidadosamente.
Gabriel se agachó, recogiendo la cartera primero. El cuero estaba manchado de polvo, como si hubiera sido arrojada con prisa. Luego tomó la nota y la abrió con movimientos tensos.
“No siempre se pueden proteger las flores del invierno.”
La mandíbula de Gabriel se tensó. Sus ojos recorrieron el lugar buscando algo, cualquier pista. Notó un par de huellas marcadas en el polvo cerca de la entrada. Las manos se le crispaban mientras su mente calculaba las posibilidades.
De repente, un impulso furioso lo dominó. Con un golpe violento, estrelló el puño contra la pared de ladrillos junto a la entrada. El dolor agudo que recorrió sus nudillos apenas logró calmar la tormenta en su interior.
—Maldita sea —gruñó entre dientes.
Justo en ese momento, el sonido de un motor deteniéndose detrás de él lo sacó de sus pensamientos. Joel bajó de una camioneta negra, su expresión seria.
—¿Qué pasó? —preguntó Joel, notando el rostro pétreo de Gabriel.
—Se la llevaron —respondió Gabriel con frialdad, levantando la nota.
—¿Amelia? —Joel frunció el ceño—. Pensé que ella no era parte de este juego.
—No lo es —dijo Gabriel cortante—. Pero ahora la arrastraron a él.
Joel tomó la nota y la leyó rápidamente.
—Esto es personal, ¿verdad?
—Muy personal.
El silencio se extendió entre ambos, cargado de tensión.
—¿Cámaras? —preguntó Gabriel mientras guardaba la cartera de Amelia en su chaqueta.
—Estoy en eso. Revisé las de la calle principal. Hay un vehículo sin placas que salió de aquí hace poco más de una hora. Estoy rastreándolo.
—No es suficiente —gruñó Gabriel—. Quiero algo concreto.
—Lo tendremos. Pero necesitas mantener la cabeza fría.
Gabriel soltó una risa seca.
—Mi cabeza siempre está fría.
—Claro, general —dijo Joel con ironía—. ¿Qué piensas hacer?
—Encontrarla. Y cuando lo haga, quien esté detrás de esto va a desear no haber nacido.
Joel asintió, reconociendo la amenaza implícita.
—Bien, pero recuerda que no puedes hacerlo solo.
Gabriel lo miró con dureza.
—No me importa quién tenga que caer. Esto se termina esta noche.
Joel suspiró.
—Sabes, eventualmente vas a tener que admitirlo.
—¿Admitir qué?
—Que esa chica significa algo para ti.
Gabriel apretó la mandíbula.
—No me importa nadie. Solo me importa resolver esto.
—Lo que digas, general.
Con los nudillos ensangrentados y el pecho ardiendo de rabia, Gabriel subió a la camioneta.
—Vamos a buscarla.
El motor rugió mientras la camioneta avanzaba hacia la noche. Gabriel tenía el corazón endurecido por los años, pero algo nuevo ardía en su interior: una necesidad implacable de proteger aquello que el mundo creía que no le importaba.
"Cuando el hierro frío decide proteger, no hay fuerza capaz de detenerlo."