Cuando una flor se encuentra con las estrellas

Capítulo 26: El peso del encierro

El aire estaba viciado y denso, cargado de un silencio opresivo. Amelia abrió lentamente los ojos, sus pestañas pesadas como si llevaran el peso de una noche interminable. El aroma metálico del polvo y la humedad se colaba en sus sentidos. La habitación en la que estaba era pequeña, apenas iluminada por una lámpara colgante de luz amarillenta que parpadeaba con desesperación.

Intentó moverse, pero sus muñecas estaban atadas a una fría tubería de hierro. Sintió la quemazón de las cuerdas en su piel, ya lastimada por el forcejeo. Aun así, apretó los dientes. No iba a ceder fácilmente.

—¿Dónde estoy? —murmuró, su voz ronca por el miedo y la sequedad de su garganta.

Un sonido metálico resonó detrás de ella. Giró la cabeza como pudo, con el corazón desbocado, pero no alcanzaba a ver a nadie. Solo escuchaba pasos lentos que se acercaban con un ritmo deliberado.

La puerta rechinó al abrirse, y una figura alta se perfiló en el umbral. Amelia sintió un escalofrío recorrerle la columna, pero sostuvo su mirada, negándose a mostrar debilidad.

—Mira lo que tenemos aquí —dijo el hombre con una sonrisa torva—. La dueña de las flores.

—¿Qué quieren de mí? —preguntó, su voz temblando a pesar de sus esfuerzos por mantenerla firme.

El hombre se agachó a su altura, sus ojos oscuros llenos de burla.

—Nada personal, preciosa. Solo eres un mensaje.

Amelia frunció el ceño.

—¿Un mensaje? No entiendo.

—No necesitas entender —respondió mientras se ponía de pie—. Solo necesitas quedarte calladita.

Con un gesto brusco, el hombre cerró la puerta, dejando a Amelia nuevamente en la penumbra. La joven tragó saliva, intentando controlar el pánico que amenazaba con consumirla.

"Piensa, Amelia. Piensa," se dijo a sí misma.

Con un esfuerzo monumental, comenzó a mover las muñecas, ignorando el dolor lacerante. Las cuerdas cedían apenas, pero no lo suficiente. Sintió la frustración crecer dentro de ella.

No podía quedarse allí esperando.

Inspiró profundamente y, con un grito ahogado, se impulsó hacia adelante, levantando la tubería con toda la fuerza que pudo reunir. El golpe resonó en la habitación, y las cuerdas se aflojaron lo justo para que pudiera liberar una mano.

Su respiración era errática mientras trabajaba en desatar la otra muñeca. Finalmente, quedó libre. El alivio fue fugaz; sabía que tenía que salir de allí.

Se dirigió a la puerta, pero estaba cerrada con llave. Miró alrededor, buscando alguna herramienta. Encontró un pedazo de metal oxidado en el suelo y comenzó a trabajar en la cerradura.

—Vamos, vamos... —murmuró mientras el sudor le perlaba la frente.

El tiempo parecía estirarse eternamente hasta que, con un "clic" liberador, la cerradura cedió. Amelia abrió la puerta con cautela, asomándose al pasillo desierto.

Corrió, sus pasos resonando en el piso de cemento. Las sombras se alargaban a su alrededor, pero no se permitió detenerse.

Sin embargo, cuando estaba a punto de llegar a una salida, unos brazos fuertes la agarraron por detrás.

—¡No! —gritó, pataleando y golpeando con todas sus fuerzas.

El hombre gruñó, sujetándola con más fuerza. Amelia logró propinarle un codazo en las costillas, pero él no la soltó.

—¡Tranquilízate! —espetó con rabia.

Amelia luchó con desesperación, pero otros dos hombres llegaron para ayudar a sujetarla.

—Vaya, sí que tienes agallas —dijo uno de ellos, riendo con burla.

Amelia jadeaba, su cuerpo temblando por el esfuerzo. La levantaron del suelo y la arrastraron de regreso al edificio.

—Esto no va a quedar así —prometió Amelia, con los ojos brillando de furia.

El hombre que la había sujetado primero se inclinó hacia ella.

—Espero que te quede claro, florista: el invierno siempre puede marchitar una flor.

Amelia apretó los dientes mientras la puerta se cerraba tras ellos. Su mente, a pesar del miedo, seguía buscando una forma de escapar.

"Incluso en la penumbra más densa, una flor no deja de buscar la luz."




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