La noche se extendía como un manto de terciopelo negro, salpicado de estrellas que titilaban con una serenidad indiferente al caos en el que se encontraba Amelia. Desde la ventana enrejada de la habitación donde la habían encerrado, la joven observaba el cielo nocturno, buscando consuelo en las constelaciones que siempre la habían acompañado.
El frío se filtraba por las paredes de concreto, haciéndola estremecer. La fina blusa que llevaba no ayudaba a combatir la temperatura gélida. Se abrazó a sí misma, tratando de mantener el calor, mientras sus pensamientos volaban hacia un único nombre.
—Gabriel... —susurró, como si el viento pudiera llevar su ruego hasta él.
Apoyó la frente contra el vidrio sucio, sus labios temblando no solo por el frío, sino por el miedo. Cerró los ojos e imaginó que él también miraba las estrellas en ese mismo instante. Era una idea absurda, pero necesitaba creer que había alguna conexión entre ellos, incluso en ese momento tan oscuro.
—Si estás ahí afuera, viendo esto mismo... encuéntrame —pidió en voz baja, con el corazón latiendo desbocado.
Las lágrimas se agolparon en sus ojos, pero se negó a dejarlas caer. No iba a permitir que el miedo la quebrara. Las estrellas siempre le habían dado fuerza, y esta vez no sería diferente.
Con los puños apretados, se obligó a recordar las constelaciones que tanto amaba.
—Orión, el cazador —murmuró, trazando las líneas imaginarias en el cielo—. Casiopea, la reina arrogante... Y la Osa Mayor, siempre ahí, guiando.
Su voz se quebró al llegar a la última constelación. Gabriel siempre le había parecido como esa estrella polar: distante, frío, pero innegablemente presente. Quizá él no lo sabía, pero había sido su punto fijo desde que lo conoció.
Un ruido metálico la sobresaltó. Se apartó de la ventana de inmediato, su respiración acelerándose. Pasos pesados resonaron más allá de la puerta. Se pegó contra la pared, sus músculos tensos.
La puerta se abrió con un chirrido, y un hombre alto y corpulento la observó con una sonrisa burlona.
—¿Te gustan las estrellas, preciosa? —preguntó con sorna.
Amelia no respondió. Su mirada se mantuvo fija y desafiante.
—Espero que no te hagas muchas ilusiones. Nadie va a venir por ti —dijo antes de cerrar la puerta de un golpe.
El eco del portazo resonó en la habitación, dejando a Amelia sola nuevamente. Tragó saliva, tratando de calmar el temblor de su cuerpo. Volvió a mirar el cielo, buscando la fuerza que las estrellas siempre le habían dado.
—Aguanta, Amelia. Gabriel... si de verdad ves las estrellas esta noche, ven por mí.
Sus dedos trazaron formas invisibles en el aire, como si con eso pudiera enviar un mensaje al universo.
Porque aunque el miedo la rodeara, ella no dejaría de creer en la posibilidad de ser encontrada.
Gabriel miraba el cielo con el ceño fruncido y los puños cerrados. Le parecía la cosa más absurda y patética hablarle a las estrellas. ¡A las malditas estrellas! Pero Amelia creía en ellas. Así que, contra todo sentido común, allí estaba él, con su amargura intacta, odiando al mundo entero, alzando la mirada y hablando con esos puntos brillantes que lo observaban desde la distancia.
—Esto es una estupidez —murmuró, su voz ronca cargada de frustración—. Pero si ella cree en ustedes, supongo que no tengo nada que perder.
El viento nocturno soplaba frío, revolviendo su cabello desordenado. Gabriel respiró hondo, luchando contra el nudo en su garganta. Nunca había sido un hombre que hablara con el cielo. Era frío, práctico, seco. Y sin embargo...
—Ayúdennos —pidió a regañadientes—. Ayúdenme a encontrarla.
Se quedó en silencio, sintiéndose vulnerable y ridículo, pero también sorprendido de que la desesperación lo llevara a esto.
"Las estrellas son testigos de los ruegos que nunca se gritan, pero siempre esperan ser escuchados."