El cielo nocturno se extendía sobre Gabriel como un lienzo interminable de puntos luminosos. Se encontraba solo, en una colina alejada de la ciudad, donde el silencio era casi absoluto, roto solo por el murmullo del viento que agitaba las hojas de los árboles. La rabia hervía en su pecho, una furia contenida que necesitaba liberar.
—¡Malditas estrellas! —gruñó, pateando una piedra que rodó cuesta abajo—. Qué estupidez.
No quería estar allí, hablando con algo tan absurdo como el cielo nocturno. Pero las palabras de Amelia resonaban en su mente. “Las estrellas siempre escuchan, aunque no podamos oír su respuesta”, había dicho ella una vez, con esa sonrisa suave que iluminaba incluso sus momentos más gruñones.
Gabriel pasó una mano por su cabello, tirando de él con frustración. Se sentía impotente, algo que detestaba con cada fibra de su ser. Era el mejor en su campo, un comandante entrenado para resolver problemas imposibles. Y sin embargo, ahora mismo, el problema más importante de su vida estaba fuera de su alcance: Amelia.
Cerró los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos. La imagen de su cartera tirada frente a la floristería y esa maldita nota escrita con amenaza apenas velada seguía ardiendo en su memoria.
—Si algo le pasa… —murmuró entre dientes, dejando la frase inconclusa.
Sin poder contenerse, golpeó el tronco de un árbol cercano con el puño. El dolor recorrió su brazo, pero era un alivio bienvenido. Necesitaba sentir algo físico que igualara el caos dentro de él.
—Esto es ridículo —masculló—. Hablando con putas estrellas.
Pero, contra su voluntad, levantó la mirada al cielo. Las constelaciones parpadeaban con indiferencia ante su miseria.
—No creo en ustedes —dijo con voz baja pero firme—. Nunca lo haré. Pero ella sí. Y si eso significa algo, entonces… maldita sea, ayúdenme a encontrarla.
El viento pareció intensificarse por un momento, como si respondiera a su ruego desesperado. Gabriel soltó una risa seca y amarga.
—Estupideces —dijo, bajando la mirada. Pero en su interior, una pequeña chispa de esperanza se aferró con obstinación.
Su teléfono vibró en el bolsillo. Lo sacó rápidamente, esperando alguna noticia.
—¿Sí?
La voz al otro lado de la línea era la de Joel.
—Tenemos una pista, pero es difusa. Un testigo vio una furgoneta negra salir rápidamente de la zona.
—Necesito más que eso, Joel —gruñó Gabriel—. Encuentra algo concreto.
—Estamos en ello. Pero, ¿estás bien?
Gabriel apretó la mandíbula.
—Encuentra a Amelia. Eso es lo único que importa.
Colgó sin esperar respuesta. Miró una vez más hacia el cielo, su expresión endurecida.
—No creo en milagros —susurró—. Pero si los hay, este es el momento de demostrarlo.
Bajó la colina con pasos decididos, la frialdad habitual de su semblante más afilada que nunca. No descansaría hasta traer de vuelta a Amelia. Porque aunque no quisiera admitirlo, el mundo sin ella ya no tenía sentido.
“A veces, hasta el hombre más incrédulo busca respuestas en el cielo cuando la tierra le arrebata lo que más le importa.”