La humedad del aire era sofocante, cargada de un olor a hierro y moho que se pegaba a la piel de Amelia. Sus manos seguían entumecidas por las ataduras que mordían su carne cada vez que intentaba moverse. La penumbra envolvía todo el espacio, apenas rota por el parpadeo errático de una bombilla vieja colgada del techo.
Amelia respiró hondo, tratando de controlar el temblor de su cuerpo. No iba a ceder al miedo, aunque cada latido de su corazón resonara como un tambor dentro de su pecho. Se enfocó en el leve sonido de goteo que provenía de alguna parte lejana del lugar. Cualquier cosa era mejor que sucumbir a la desesperación.
—No tiene sentido —murmuró para sí misma—. Yo no le hago daño a nadie.
El eco de sus palabras se perdió en la fría inmensidad del lugar. Cerró los ojos, buscando ese rincón de calma donde las flores y las estrellas la esperaban. Pensar en su floristería destruida le provocaba un nudo en la garganta, pero se negó a dejar que las lágrimas la dominaran. Tenía que ser fuerte.
Los pasos acercándose la sacaron de su ensimismamiento. La puerta de metal se abrió con un chirrido escalofriante. Dos figuras entraron, sus rostros ocultos por sombras.
—Vaya, la florista tiene agallas —dijo uno de ellos con tono burlón—. Pero veamos cuánto te duran.
Amelia levantó la barbilla, desafiando la amenaza en sus palabras.
—No sé qué quieren de mí, pero no les voy a dar el gusto de verme quebrar.
El hombre soltó una carcajada seca y amarga.
—Eres valiente, lo admito. Pero eso no cambiará nada.
Sin previo aviso, uno de ellos se acercó demasiado. Amelia reaccionó por instinto, levantándose con dificultad y lanzando una patada que lo hizo tambalearse. Su coraje fue efímero; el otro la sujetó por la espalda, tirándola al suelo con brusquedad.
El dolor explotó en su costado, pero Amelia no dejó de luchar. Forcejeó, arañó y pateó con una determinación feroz. Logró liberarse por un instante, corriendo hacia la salida. La esperanza brilló brevemente en su mente.
Pero uno de los hombres fue más rápido. La alcanzó y la sujetó por el brazo, torciéndolo con fuerza.
—¡Basta! —gruñó, arrastrándola de vuelta.
Amelia gritó, su voz resonando en la oscuridad como un eco desesperado. Las lágrimas que había contenido finalmente brotaron de sus ojos, pero su espíritu seguía intacto.
—Esto es solo el principio —dijo el hombre, con un tono que prometía más sufrimiento.
Amelia respiró con dificultad, jadeante, mientras la volviían a atar. Esta vez las ataduras eran más firmes, y el dolor en sus muñecas era insoportable.
La bombilla parpadeó una vez más, iluminando brevemente el rostro de uno de sus captores. Amelia grabó cada detalle en su memoria, decidida a no olvidar. Si lograba salir de allí —y tenía que hacerlo—, no descansaría hasta hacerlos pagar.
El eco de la puerta cerrándose dejó tras de sí un silencio opresivo. Amelia apoyó la cabeza contra la pared, dejando que las lágrimas rodaran libremente por sus mejillas.
—Gabriel… —susurró, su voz quebrada—. Donde sea que estés, espero que también estés luchando por encontrarme.
La oscuridad no era su enemiga. Su verdadero enemigo era la desesperanza, y Amelia no estaba dispuesta a rendirse.
Gabriel y Joel avanzaban por el polvoriento camino de tierra, los faros del vehículo cortando la penumbra de la noche. El motor rugía con un sonido constante, acompasado al frenético latido del corazón de Gabriel. Sus manos apretaban el volante con tal fuerza que los nudillos habían perdido el color. Joel, a su lado, revisaba una tableta con información en tiempo real proporcionada por sus contactos.
—El rastreador marca esta ubicación —dijo Joel, señalando el punto rojo parpadeante en la pantalla—. Estamos cerca.
Gabriel asintió en silencio, su rostro tallado en una expresión de pura determinación. Había aprendido a no aferrarse a la esperanza, pero algo en su interior se negaba a aceptar que Amelia estuviera perdida para siempre. Y si alguien creía que podía arrebatarla de él sin pagar un alto precio, estaba muy equivocado.
El GPS los condujo hasta un almacén abandonado en las afueras de la ciudad, un edificio que parecía llevar años en desuso. Las paredes estaban cubiertas de graffitis y las ventanas rotas dejaban entrever un interior sombrío. Gabriel apagó el motor y sacó su arma del compartimento lateral.
—Esto no me gusta —dijo Joel, también armado—. Demasiado tranquilo.
—Lo sé —gruñó Gabriel—, pero no tenemos tiempo para dudar.
Se movieron en silencio hacia la entrada principal. La puerta chirrió al abrirse, revelando un espacio vasto y vacío. Las sombras danzaban bajo la luz tenue de una lámpara solitaria que colgaba del techo.
—Amelia —llamó Gabriel, su voz retumbando en el eco del lugar.
No hubo respuesta.
Avanzaron con cautela, sus pasos resonando en el suelo de concreto. Entonces, Joel se detuvo abruptamente.
—Espera —señaló algo en el centro del almacén.
Allí, en el suelo, había una caja negra meticulosamente colocada. Una hoja de papel blanca descansaba sobre ella.