Amelia estaba en una habitación oscura y húmeda, con las manos atadas detrás de la espalda y los pies entumecidos por la falta de movimiento. La única luz provenía de una pequeña bombilla que parpadeaba débilmente en el techo, lanzando sombras inquietantes por las paredes de concreto.
Su respiración era errática, no solo por el dolor de las muñecas cortadas por las cuerdas ásperas, sino por el miedo que se aferraba a su pecho. Desde que había sido llevada allí, no había dejado de preguntarse qué querían de ella. Nadie le había dado explicaciones, solo órdenes secas y empujones bruscos.
La puerta metálica se abrió de golpe, chirriando como si no hubiera sido usada en años. Un hombre alto y corpulento, de mirada fría, entró en la habitación. Vestía de negro, con botas que resonaban en el piso de cemento.
—¿Amelia, verdad? —preguntó, aunque claramente sabía la respuesta.
Ella lo miró con el ceño fruncido, tratando de mantener la calma.
—¿Qué quieren de mí? —logró preguntar, aunque su voz temblaba.
El hombre sonrió, una mueca carente de humor.
—No es a ti a quien queremos, sino a Gabriel.
El nombre de Gabriel golpeó su mente como un mazazo. ¿Qué tenía que ver él con todo aquello?
—Yo no sé nada de él —dijo con sinceridad—. Apenas lo conozco.
—Oh, pero él sí te conoce. Y créeme, vendrá por ti. Ese tipo tiene una debilidad que no suele mostrar, pero tú… tú eres su punto débil ahora.
Amelia sacudió la cabeza, negándose a aceptar lo que implicaban sus palabras.
—No entiendo nada de esto —dijo, su voz quebrándose—. Por favor, solo déjenme ir.
El hombre se inclinó hacia ella, sus ojos helados fijos en los suyos.
—No hasta que él pague por lo que me hizo.
Amelia tragó saliva, sintiendo cómo el miedo se transformaba en una chispa de rabia.
—Gabriel no tiene nada que ver conmigo. Si tienen problemas con él, enfréntenlo a él, no a mí.
El hombre se rió, un sonido áspero que llenó la habitación.
—Ah, pero así no sería divertido. Verás, tocar lo que él valora es la mejor manera de hacerlo sufrir.
Amelia sintió que el calor subía por su cuerpo. No iba a permitir que la usaran como una simple herramienta.
Cuando el hombre se dio la vuelta para salir, Amelia aprovechó su distracción. Se levantó de un salto, a pesar de las ataduras, y lo embistió con todas sus fuerzas, haciéndolo tambalear.
—¡Maldita sea! —gruñó él, recuperándose rápidamente.
Amelia corrió hacia la puerta, su corazón martillando en su pecho. Tenía que encontrar una salida. Pero antes de que pudiera llegar al pasillo, otro hombre apareció frente a ella, bloqueando su camino.
—No tan rápido —dijo, sujetándola con fuerza.
Ella se debatió, pateando y golpeando, pero era inútil. La arrastraron de regreso a la habitación, donde el primer hombre la miraba con una mezcla de diversión y enojo.
—Tienes agallas, lo admito —dijo—. Pero eso no cambiará tu situación.
La arrojaron al suelo, donde cayó de rodillas, jadeando.
—Manténla vigilada —ordenó el hombre antes de salir—. Gabriel vendrá. Y cuando lo haga, será el final para él.
Amelia cerró los ojos, tratando de contener las lágrimas. No iba a rendirse. Tenía que encontrar una manera de salir de allí, no solo por ella, sino porque sabía que Gabriel estaría dispuesto a arriesgarlo todo para salvarla.
Y no podía permitir que lo hiciera.
"A veces, la valentía nace del miedo y la esperanza de lo que aún no hemos perdido."