Joel nunca había visto a Gabriel así.
Se encontraba sentado en una de las sillas de la sala de espera, con los codos apoyados en las rodillas y el rostro oculto entre sus manos manchadas de sangre seca. No hablaba, no se movía, apenas respiraba. Y eso era peor que cualquier arrebato de ira.
Joel se pasó la mano por el cabello, sintiendo su propia tensión morderle la nuca. Llevaban más de una hora esperando noticias, y cada minuto que pasaba sin que un médico saliera era como una gota de ácido sobre los nervios de Gabriel.
Joel no sabía qué decirle. No era bueno con las palabras, y mucho menos con las emociones. Pero ver a su mejor amigo, al tipo que siempre se había mantenido firme ante todo, quebrándose en silencio, le revolvía el estómago.
—Va a estar bien —soltó finalmente, cruzándose de brazos.
Gabriel no respondió. Ni siquiera levantó la cabeza.
—Los médicos saben lo que hacen. Además, es fuerte —insistió Joel, sin soltar su tono firme.
Gabriel dejó escapar un suspiro tembloroso, pero no dijo nada. Joel apretó la mandíbula, sintiendo una irritación mezclada con preocupación. Sabía que Gabriel no era de los que hablaban de sus sentimientos, pero si seguía callado, iba a explotar.
—Si tienes algo que decir, dilo —gruñó Joel, sentándose a su lado—. Pero no te quedes ahí como un maldito zombi.
Gabriel soltó una risa amarga, sin humor.
—¿Y qué quieres que diga? —su voz sonaba rasposa, desgastada—. ¿Que me estoy volviendo loco? ¿Que no soporto esta espera? ¿Que si Amelia no sale de ahí, no sé qué carajo voy a hacer?
Joel no se sorprendió por la respuesta, pero sí por el tono con el que lo dijo. Había desesperación en cada palabra, en cada pausa.
—No va a morir —dijo Joel con seguridad—. No después de todo lo que ha pasado.
Gabriel finalmente levantó la cabeza y lo miró. Sus ojos estaban rojos, su expresión desencajada.
—No puedes saber eso —murmuró.
Joel sostuvo su mirada.
—Tienes razón. No lo sé. Pero tampoco sabes que no va a salir de esa cirugía.
Gabriel bufó, apoyando la frente en sus manos otra vez.
—Cuando la vi sangrando en mis brazos… —hizo una pausa, respirando hondo como si le doliera recordar—. Sentí que todo se detenía. Como si… como si el mundo entero se estuviera derrumbando y yo no pudiera hacer nada.
Joel lo entendía. Tal vez no lo demostraba igual, pero él también había sentido ese pánico cuando vio a Amelia desplomarse en el almacén. Solo que, a diferencia de Gabriel, él tenía una tarea en ese momento: sacarlos de ahí con vida.
—La sacaste de ahí —le recordó—. Hiciste lo que tenías que hacer.
Gabriel soltó una carcajada baja y sarcástica.
—¿Y de qué sirvió? Sigue ahí dentro, peleando por su vida, mientras yo estoy aquí, sin poder hacer nada.
—Sí, porque los médicos no te van a dejar entrar a operar con ellos, genio —respondió Joel con sarcasmo, pero sin dureza.
Gabriel no reaccionó. Solo volvió a hundirse en su propio infierno de pensamientos.
Joel suspiró, mirando hacia el pasillo de la sala de emergencias. ¿Cuánto más tardarían? Cada vez que un médico pasaba de largo, sentía la tensión en Gabriel subir como un hilo a punto de romperse.
—Mira, sé que te importa más de lo que quieres admitir —dijo Joel, sin mirarlo directamente—. Y sé que tienes miedo. Pero Amelia es una jodida fuerza de la naturaleza. Si alguien puede salir de esto, es ella.
Gabriel no contestó de inmediato. Pero después de un largo silencio, murmuró:
—Si sobrevive… —se pasó una mano por el rostro, con los ojos cerrados—. No pienso dejarla sola nunca más.
Joel arqueó una ceja, sorprendido por la declaración. Pero no dijo nada. Simplemente se apoyó contra el respaldo de la silla, dejando que su amigo procesara su propio infierno.
Todo lo que podían hacer ahora era esperar.