Gabriel no sabía cuánto tiempo había pasado. Podrían haber sido minutos o una eternidad. La sala de espera seguía igual de fría, igual de vacía a pesar de la gente que iba y venía. No podía quedarse quieto. Se pasó una mano por el cabello, con la mirada fija en el suelo, tratando de controlar la desesperación que amenazaba con consumirlo.
Entonces, su mente lo traicionó con recuerdos. Fragmentos de momentos que jamás pensó que atesoraría tanto.
—¿Sabes qué es lo que más me gusta de las estrellas? —preguntó Amelia una noche, mientras estaban sentados en la parte trasera de su camioneta. Ella había insistido en salir de la ciudad para poder ver el cielo despejado. Gabriel, como siempre, se había quejado, pero terminó cediendo.
—¿Que no dejan de brillar? —respondió con sarcasmo, rodando los ojos.
Amelia rió suavemente, sin molestarse por su actitud.
—Que siempre están ahí. Aunque no las veamos, aunque la ciudad las oculte, nunca desaparecen. Me gusta pensar que nos cuidan, ¿sabes? Que si alguna vez nos perdemos, ellas nos guiarán de vuelta a casa.
Gabriel había bufado en su momento, pero ahora… ahora esas palabras lo golpeaban con una fuerza inesperada.
Otro recuerdo se filtró entre sus pensamientos.
—¿De verdad no te gustan las flores? —Amelia frunció el ceño mientras sostenía un pequeño ramo en sus manos, mirándolo con incredulidad.
—Son solo plantas —había dicho él, encogiéndose de hombros.
Amelia lo miró como si acabara de cometer el peor pecado del mundo.
—No son solo plantas. Son vida, Gabriel. Son belleza, son esperanza… Son regalos de la naturaleza. ¿Cómo puedes no ver lo especiales que son?
Él no había sabido qué responder en su momento. Pero ahora, sentado en esa sala de espera, rodeado por el peso de la incertidumbre, entendía lo que Amelia siempre había tratado de decirle. Porque ella misma era como una flor: frágil, hermosa, y llena de vida. Y la idea de perderla lo asfixiaba.
Apretó los puños, sintiendo su respiración volverse irregular. Cerró los ojos con fuerza, tratando de ahuyentar el peor de los pensamientos.
Otro recuerdo emergió sin permiso.
—¿Por qué siempre eres tan gruñón? —se había quejado Amelia con una sonrisa divertida, empujándolo suavemente con el hombro.
—Porque alguien tiene que serlo —respondió él, sin mirarla directamente.
Ella se rió, como si su respuesta fuera la cosa más ridícula que había escuchado.
—Pues deberías intentar sonreír más. No te hace daño, ¿sabes?
Gabriel no había respondido entonces. Pero ahora, sentado en esa maldita sala de espera, daría cualquier cosa por verla sonreír una vez más.
Se pasó ambas manos por el rostro, sintiendo su propia desesperación crecer con cada segundo que pasaba. Miró hacia la puerta del quirófano, esperando, rezando, suplicando.
No podía perderla. No ahora.
No cuando por fin entendía lo que realmente significaba para él.