El sonido de pasos apresurados cruzó el pasillo, y Gabriel levantó la mirada, tensa, esperando la llegada de los médicos. La puerta de la sala de espera se abrió con un suave chirrido, y apareció un médico de mediana edad, con gafas y un rostro grave. Gabriel, al verlo, sintió un nudo en el estómago. A pesar de haber escuchado los murmullos en el pasillo, no estaba preparado para escuchar las palabras que siguieron.
El médico lo observó por un momento, como si estuviera evaluando quién era. Gabriel no era una persona que se destacara en un hospital, y no esperó que el médico lo reconociera.
—¿Es usted familiar de la paciente? —preguntó el doctor, su tono serio pero respetuoso.
Gabriel no dijo nada de inmediato. Miró al médico, su mente dando vueltas, intentando concentrarse, porque las palabras que estaba a punto de escuchar definirían el curso de todo lo que había ocurrido en las últimas horas.
—Sí —respondió finalmente, su voz más grave de lo que hubiera querido, pero con una firmeza que no podía ocultar—. Soy Gabriel. ¿Cómo está ella?
El médico asintió, pasando una mano por su frente antes de dar un paso hacia él, un poco vacilante. Parecía que trataba de medir las palabras.
—La paciente, Amelia… —el médico consultó un documento en su mano—. Está en coma. Su condición es estable, está fuera de peligro. Pero su cuerpo necesita descansar. Aún no sabemos cuándo podrá despertar, aunque estamos atentos.
Gabriel escuchó cada palabra con incredulidad. Coma. Fuera de peligro. Su mente no lograba procesarlo. ¿Coma? ¿Por qué? ¿Cómo era posible que una persona tan llena de vida estuviera allí, inmóvil, sin poder despertar? Sintió que un peso insoportable le caía sobre el pecho, su respiración se volvió irregular mientras su mente comenzaba a fragmentarse entre la rabia y la impotencia. ¿Qué significaba eso? ¿"Fuera de peligro"? ¿Cómo podía estar "fuera de peligro" si no podía despertarse?
—¿Coma? —repitió, su voz cargada de frustración. Alzó la vista hacia el médico, su garganta apretada—. ¿Y no saben cuándo podrá despertar?
El doctor asintió, su rostro serio, pero sin rastro de esperanza en sus ojos.
—No, lamentablemente, no tenemos forma de predecirlo. Los médicos están vigilando su estado constantemente. Su cuerpo necesita tiempo, y eso es todo lo que podemos hacer ahora. Pero, repito, no hay peligro inmediato para su vida.
Gabriel apretó los dientes, una oleada de rabia subiendo por su cuello. Sentía que el aire se le escapaba de los pulmones, el estómago se le retorcía con cada palabra. En ese momento, no sabía si estaba más enojado con los médicos o con él mismo. ¿Cómo no había visto las señales antes? ¿Por qué no había podido hacer nada para evitarlo?
Se dio la vuelta, incapaz de estar más tiempo en la misma posición. Caminó unos pasos, mirando la ventana que daba a un paisaje gris y desolado. La fría luz del día no ayudaba a calmar la tormenta dentro de él. Amelia, su flor, su luz en la oscuridad, ahora estaba atrapada en una realidad que él no podía cambiar. Él no podía controlarlo. Y eso le estaba destruyendo por dentro.
—¿Fuerte? —repitió, con voz rasposa, sin mirar al médico—. ¿Qué se supone que haga ahora? ¿Sentarme aquí y esperar? No sé cómo hacer eso. No sé cómo esperar a que ella despierte.
El médico lo miró en silencio, sabiendo que las palabras de consuelo no iban a servir. Finalmente, con voz más suave, dijo:
—Lo sé, Gabriel. Sé que esto es difícil. Pero ella necesita que sea fuerte. Ella te necesita ahora más que nunca.
Gabriel apretó los puños. La rabia seguía quemando en su pecho, pero ahora había algo más. Un vacío. Una sensación de impotencia que lo abrumaba. ¿Fuerte? ¿Cómo se supone que sería fuerte cuando lo único que quería era estar con ella, verla despertar, escucharla hablar sobre las estrellas y las flores? Pero no podía. No podía hacer nada.
—Yo… —dijo, su voz quebrada por primera vez, dejando que la desesperación y el cansancio se colaran en sus palabras—. No sé qué hacer. Siempre he estado en control, pero ahora… ahora estoy perdido. Y no sé si puedo seguir esperando.
El médico, consciente de la tormenta emocional que Gabriel estaba enfrentando, asintió con comprensión, pero no dijo nada más. Sólo se quedó ahí, observando en silencio mientras Gabriel intentaba recobrar algo de su compostura.
—Nosotros estaremos aquí para cualquier cosa que necesite —finalmente dijo el médico, dándose la vuelta—. Pero por ahora, le sugiero que tome un poco de descanso. Amelia está en buenas manos.
Gabriel no contestó. El médico salió de la sala sin hacer ruido, dejando a Gabriel solo con sus pensamientos. Unos pensamientos que se volcaban sin cesar en su mente, destrozando la calma que había intentado construir durante años. La habitación era fría, el silencio era absoluto, pero dentro de él, todo era caos.
Se quedó allí, sin moverse, mirando hacia la ventana, sin saber qué hacer, sintiendo que la tierra se deslizaba bajo sus pies. La sensación de pérdida se cernía sobre él, y la ansiedad lo ahogaba. Amelia no estaba despierta, y no sabía cuándo lo estaría. Y él… no sabía cómo esperar.