Cuarenta Semanas

SEMANA 3

Catherine

¡Mierda! Llegaba tarde, muy tarde.

Recogí la carpeta del escritorio y me calcé mis zapatillas favoritas antes de abandonar la habitación. Era lunes por la mañana y hoy tenía que regresar a las clases. No obstante, y debido al embarazo y por trasnochar con Alexia día tras día, había dormido más de la cuenta.

—Por fin ha decidido aparecer, señorita Miller —el profesor me dijo una vez que pasé al interior del aula—. ¿No le parece suficientemente motivadora mi clase?

—Lo siento, anoche dormí mal —mentí en parte—. No volverá a pasar.

Continuemos con la lectura de la página 230.

El vómito había comenzado hace cuatro días. Alexia era como mi niñera: me traía comida en los momentos más inesperados y evitaba que vomitara en cualquier rincón de la habitación. Jugué con un mechón de mi pelo y suspiré. No había visto a Dimitri desde aquella mañana en la Facultad de Economía, y la próxima semana era la celebración de la gran boda. Tenía los días contados para confesarle mi estado.

La clase transcurrió más rápida de lo esperado, así que me deslicé entre el gran tumulto de gente y abandoné el aula. Mi horario era holgado ese día, por lo que únicamente tuve que guardar las cosas en mi taquilla antes de poder marcharme a la siguiente hora. Tenía hambre, pero sabía que si comía algo terminaría echándolo horas más tarde.

Al final terminé sacando de la máquina expendedora una chocolatina con trozos de almendra y la devoré en cuestión de minutos. Relamí las comisuras de mis labios antes de tirar el envoltorio a la basura y entré a la siguiente clase, es decir, Arqueología.

¿Dónde estás? Me aburro mortalmente. El mensaje de Alexia iluminó la pantalla de mi móvil. Lo escondí en el interior de mi bolso, situado sobre la mesa, y le respondí como pude. Ella tenía horario de mañanas y ya había regresado a la residencia. Yo debía permanecer en clase dos horas más antes de poder reunirme con ella.

Mi móvil murió en la hora siguiente. Resoplé una y otra vez cuando el mareo aumentó. Me aferré con fuerza a la esquina de la mesa, sin ser capaz de aguantar el contenido. Recogí mis pertenencias, y haciendo caso omiso a la expresión del profesor, abandoné el aula. Fijé la mirada en el suelo y no me di cuenta contra quién impactó mi hombro mientras caminaba hacia los baños de mujeres. Conseguí llegar tras un costoso recorrido y me encerré en uno de los aseos vacíos.

Me arrodillé frente a él y eché lo poco que llevaba en el estómago.

—Deja descansar a tu madre, por favor —susurré para mi vientre—, o terminarás destrozándome.

Estiré de la cadena y salí al exterior.

Ahogué un grito y tropecé con mis propios pies cuando vi quien estaba frente a mí. Tuve que aferrarme a la puerta del baño contiguo para no terminar tendida sobre el suelo húmedo.

—¿Te encuentras bien? —Dimitri tensó la mandíbula—. Casi me atropellas en el pasillo.

Sí, estoy perfectamente. Gracias por mostrar preocupación hacia mi persona.

Le empujé y abrí el grifo. Refresqué mi cara y cuello con agua helada y apoyé las palmas de las manos en el frío mármol. En estos instantes tenía una gran oportunidad para contarle todo, sin embargo, mi idea de confesarle mi embarazo no sucedía en un cuarto de baño de universidad.

Me sentía tan mareada que tuve que apoyar el trasero contra el mármol que conformaba la encimera.

—¿Podrías dejarme sola, por favor? Estás en el baño de mujeres —exigí.

—Estás cabreada, lo entiendo —frotó su barbilla—. Venía a disculparme por mi estúpido comportamiento, pero veo que has decidido adoptar la misma actitud que yo.

—¿Pensabas que estaría llorando en mi habitación porque un tío me desvirgó y luego intentó hacer como si no existiera? Mmm, creo que te equivocas de lugar, chico.

—Tu invitación a la boda sigue en pie. No hablaba en serio —prosiguió a pesar de mi tono hosco e irónico—. Y lo siento, de verdad. Me comporté como un gilipollas.

—Disculpas insuficientes aceptadas. ¿Podrías marcharte ahora?

Me sostuvo la mirada durante unos instantes. Estaba ciento por ciento segura que, en este preciso momento, estaba estudiando mis facciones cansadas. Las ojeras habían crecido como manchas moradas bajo mis párpados, al igual que mi piel empalidecía con cada mareo que sacudía mi cuerpo. Me encontraba demasiado débil como para comenzar una nueva discusión. Lo único que precisaba era de una cama blanda y algo frío para aliviar las náuseas.

Olvidándome de mis propios problemas temporalmente, decidí estudiar su rostro. Él también se mostraba cansado. ¿Por qué? Tenía una vida perfecta: un padre que le brindaba todo aquello que él deseaba, fiestas por doquier, una futura esposa que le complacería en todos los sentidos y tanto dinero que podría construir un palacio hecho de billetes.

Aun así, a pesar de todos los pensamientos negativos que cruzaban por mi mente, mi corazón volvía a revolucionarse ante su presencia. Recordaba la calidez de sus manos acariciando cada curva de mi cuerpo, sus labios besando los míos como si no hubiera un mañana. Tensé la mandíbula y cambié el peso de mi cuerpo de un pie a otro mientras esperaba a que abandonara el cuarto de baño de una maldita vez. Recordar la escena de sexo descontrolado era una tortura suficiente; no necesitaba añadir más recuerdos para aumentar la pena.

Al fin y al cabo, me había acostado con el prometido de mi mejor amiga.

—Deberías ir a un médico —dijo al fin—. Lo digo en serio, tienes un aspecto horrible. ¿Te ha pasado algo? Solo intento ser amable, si te molesto me marcharé en este mismo instante.

¿Por qué hacía esto? ¿Quería volverme loca?

Moví el cuello hacia ambos lados cuando una nueva sacudida de náuseas me inundó y no tuve más remedio que adoptar una pose fría y arisca. Necesitaba librarme de él aunque no fuera lo que más deseaba. Quería, más bien necesitaba, confesárselo en este mismo instante; compartir la pesada carga que tendría que soportar. Pero al ver el arrepentimiento en su mirada, me acobardé.




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