Catherine
Envolví mi cuerpo con la toalla y salí de la ducha. Pasé la palma de mi mano derecha por el cristal para quitar el vapor y tomé el cepillo para desenredar mi pelo. Desde que había despertado tenía los nervios a flor de piel. ¿El motivo? Hoy era domingo, y todos sabíamos que gran acontecimiento tenía lugar. Sequé mi pelo hasta que estuvo más o menos presentable y salí del cuarto de baño.
—¡Dios mío! —jadeé, deteniéndome.
Tuve que aferrar la toalla con ambas manos para no dejarla caer a mis pies. Alexia había abandonado la habitación tan temprano que ni siquiera había tenido la oportunidad de hablar con ella. Tan solo dejó una nota comunicándome que nos veríamos más tarde.
—¿Qué demonios haces aquí? ¿Quieres matarme de un susto? —grité.
Dimitri alzó una ceja, entrelazando las manos en su regazo mientras se encogía de hombros.
—No seas quejica. Has tardado más de treinta minutos en ducharte. He estado a esto —hizo un gesto con los dedos— de sacarte yo.
—¿Esperas mi agradecimiento? —bufé.
Esbozó una pícara sonrisa mientras aferraba uno de los peluches que decoraba mi cama y lo abrazó. Humedecí mi labio inferior mientras sacudía la cabeza. Menuda forma de comenzar el día. Noté su mirada recorrer las curvas de mi cuerpo, e, incluso, ladeó el rostro para poder contemplarme mejor.
—¿Qué te parece? —le habló al oso de peluche—, ¿le damos un cien de diez?
Suspiré profundamente para no perder los estribos y me aproximé a él, cruzando un brazo sobre mi pecho mientras le arrebataba el peluche.
—Vete, pervertido.
—Tengo que hablar contigo —mantuvo la mirada inmóvil en el escote de la toalla—. Ayudaría que te cubrieras un poco. No solo porque no puedo concentrarme, sino porque podrías coger un resfriado y eso no ayudaría al bebé.
—No empieces con el rollo de padre sobreprotector. Tengo la potestad de echarte de aquí, te encuentras en mis dominios —señalé a la puerta—, y los ojos están en mi cara, no en mi pecho.
—Lo sé —asintió antes de exhalar un pesado suspiro—. Sin embargo, un hombre tiene que aprovechar la oportunidad de ver a una mujer tan bonita en, bueno —aclaró su garganta para ocultar la risa—, en tan poca ropa, de hecho.
—¡Ugh!
Le lancé el oso de vuelta y lo atrapó en el aire.
Mientras Dimitri se entretenía ojeando cada objeto que había sobre la superficie del escritorio, yo regresé al interior del cuarto de baño. Dejé caer la toalla al suelo y me apresuré a ponerme la ropa. Cuando dispuse de unos minutos de tranquilidad para pensar, intenté relajarme. No sé cómo había entrado, ni cuándo lo había hecho. Su presencia me agradaba más de lo que deseaba. Presioné una mano contra mi pecho, sintiendo las pulsaciones acelerarse y refresqué mi rostro de nuevo.
Había optado por un vestido color crema con unos tacones de pocos centímetros. No quería destacar más que la novia y, de todas formas, estaría allí unas pocas horas. Recogí la ropa del suelo para echarla en el interior del cesto nombrado ropa para la lavandería.
Cuando regresé a la habitación, me encontré con Dimitri tumbado en la cama y un anticuado álbum de fotografías entre sus manos. Puse los ojos en blanco y fui en busca de mis zapatos.
—¿Por qué te arreglas tanto? —preguntó.
—Eh, ¿por qué crees? Domingo, Svetlana, tú… ¿boda? —respondí.
Miré en todas direcciones en busca de la caja de zapatos, sin resultado alguno. Opté por ponerme unos pendientes de perlas y recogí mi pelo en una elegante coleta. Me sorprendí del resultado. Apliqué un poco de brillo de labios y sombra de ojos antes de mirarme en el espejo de metal que Alexia adquirió a través de EBay meses atrás.
Por fin encontré los malditos tacones. Alcé un pie mientras hacía equilibrio con el otro para poder abrochar la pequeña hebilla. Entonces, Dimitri dijo:
—No hay boda, Catherine —se incorporó—. Sobre eso quería hablarte.
—¿¡Que no hay qué!?
Perdí el equilibrio y me precipité hacia el suelo. La visión de mi cuerpo golpeando la esquina del escritorio pasó ante mis ojos en unos segundos, no obstante, Dimitri fue mucho más veloz de lo esperado y logró sostenerme antes de poder abrirme la cabeza. Uno de sus brazos se deslizó por mi cintura mientras me aferraba del brazo con la mano libre, alzándome a varios centímetros del suelo.
—¿Podrías dejar de ser tan torpe, por favor? —musitó.
—No me des estos sustos mientras no tengo ambos pies en el suelo —ironicé.
Me retorcí en el fuerte apretón de su brazo para poder buscar su mirada. Quería ver si se trataba de una broma pesada, tenía que serlo. Mantuvo la mano en mis caderas y, puestos a ser sinceros, no me incomodó tanto como pensaba. Después de todo lo que hizo aquella noche, que tocara mi cuerpo sobre la tela del vestido no era nada.
En sus ojos no había atisbo alguno de diversión. No mentía.
—¿Cómo que no hay boda? —continué—, dime que no has hecho lo que yo creo.
—No, así que hazme el favor de calmarte. Se trata de los padres de Svetlana, no han podido tomar el avión a tiempo y ella no quiere casarse sin su presencia, así que se ha pospuesto, no cancelado. El secreto se mantiene entre nosotros, por el momento.
—Pareces feliz —fruncí el ceño.
—Bueno —rascó su nuca—, dispongo de un par de días, quizá semanas, para disfrutar de mi libertad. No estoy preparado para renunciar al joven alocado que vive en mi interior. Además, tan pronto como firme el contrato de matrimonio me convertiré en el dueño de las industrias Ivanov.
Me depositó en el suelo después de unos minutos y me giró para apartar un mechón que había quedado pegado a mi frente. Lo colocó tras mi oreja y me aferró del codo. Al ver que me negaba a tomar asiento, presionó las manos sobre mis hombros hasta que mi trasero chocó contra el colchón. Me obligó a permanecer sentada como si fuera una niña pequeña antes de tomar el otro tacón y terminar de abrocharlo. Esos pequeños pero dulces gestos ablandaban mi corazón.