Cuatro Cortes, Una Reina

Capítulo 1: Conejo

SIENNA

—¡Mierda, Astrid!— siseo entre dientes—. Solo dispara al maldito conejo.

El bosque está en silencio. No un silencio de paz, sino de algo al acecho. El viento es frío, el aroma de la tierra húmeda se mezcla con el de la madera y la ceniza lejana. La luna apenas ilumina los arbustos donde un conejo mordisquea sin miedo. Es pequeño, de piel espesa, ajeno al hambre que arde en mi estómago.

A mi lado, Astrid alza su arco con manos temblorosas. Su respiración es un susurro inestable en la quietud del bosque. Aprieto los dientes.

Ella traga saliva, pero su mano sigue débil. Su flecha tiembla. Sus ojos grandes y asustados me miran, buscando algo que ya no tengo para darle: paciencia.

La frustración arde en mi pecho. Sin dudarlo, alzo mi arco y disparo. Un movimiento rápido, sin esfuerzo. Dos flechas, dos conejos. Caen sin un solo ruido.

Astrid me observa con reproche, pero yo ignoro su mirada.

—Algún día entenderás que matar es la única opción.

Ella baja la cabeza, sosteniendo el conejo como si fuera algo sagrado. Sus manos delicadas no están hechas para esto, pero no tenemos el lujo de elegir.

Nuestra cabaña es vieja y destartalada, un sitio que nunca fue un hogar. Nos crió un asesino que nunca nos quiso, y no hay recuerdos felices entre estas paredes. Solo frío, hambre y dolor. Mientras Astrid limpia los conejos, yo separo las pieles con precisión. Lo hacemos en silencio, sincronizadas por la costumbre. No porque queramos, sino porque somos todo lo que tenemos. Somos mellizas. Nos amamos. Y eso es lo único que nos mantiene vivas.

El mercado nos recibe con su caos habitual. Olores a pan recién horneado y carne salada chocan con el hedor del sudor y la miseria. Astrid se maravilla con los colores, con la vida que bulle entre los puestos de tela y especias. Yo solo quiero terminar rápido. No hay maravilla en este mundo para nosotras.

Vendemos las pieles por unas pocas monedas. Suficiente para pan y algo de carne seca. No es mucho, pero hemos aprendido a conformarnos.

Regresamos a casa. Y ahí está él.

Nuestro padre. O lo que queda de él.

Tirado en la entrada, oliendo a alcohol rancio, con la boca abierta en un ronquido grotesco. Astrid se detiene en seco, sus manos apretadas en los pliegues de su vestido. Su miedo es palpable. Yo, en cambio, no dudo. Lo pateo con fuerza en el costado.

—Levántate, maldito.

Gruñe y abre los ojos con dificultad. Su mirada es vidriosa, perdida. No hay nada allí. Nunca lo hubo.

Se retuerce en el suelo, mascullando palabras sin sentido. Lo ignoro y entro a la casa. Astrid me sigue, temblando. Nunca lo enfrenta. Nunca lo desafía. Pero yo sí. Siempre lo haré.

Nos acostamos en nuestra cama compartida. Astrid cierra los ojos rápido, como si eso la protegiera de los recuerdos. Yo no puedo dormir. Miro el techo viejo y veo todo lo que fuimos. Todo lo que nos obligaron a ser.

Recuerdo el hambre. Recuerdo los golpes. Recuerdo la primera vez que entendí que, en este mundo, si quieres vivir, alguien más tiene que morir.

Teníamos siete años cuando padre nos dejó solas por un mes entero. El invierno rugía y la cabaña era una trampa de hielo. Astrid lloraba de hambre y yo sentía mi estómago retorcerse. Entonces vi la ardilla. Pequeña, frágil, ajena a nuestra desesperación.

No sabía cómo cazar. No sabía nada. Pero el hambre me enseñó. Agarré una piedra y la lancé. La ardilla cayó aturdida. Salté sobre ella antes de que pudiera escapar y le rompí el cuello con mis propias manos.

Astrid lloró. Yo la obligué a comer.

Cuando padre regresó, riéndose de nuestra miseria, nos sacó al frío y nos empapó con agua helada. “El frío forja el acero”, nos decía. “Y ustedes serán dagas afiladas o morirán como ratas”.

Con el tiempo, dejó de ser solo el frío. Eran los golpes, los insultos. Cuando cumplimos diez, nos puso un cuchillo en las manos y nos dio una orden: matar a un hombre.

Astrid se paralizó. Pero yo no dudé.

Lo hice rápido. Sin pensar. Sin respirar.

Y así crecimos. Sobrevivimos. Aprendimos que el mundo no tiene piedad y que solo los fuertes toman lo que necesitan.

Astrid se convirtió en el veneno. Yo, en el filo de la daga.

Juntas, nos aseguramos de no ser las presas nunca más.




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