ASTRID
El primer aliento que tomo al despertar es denso, pesado, como si estuviera respirando a través de cenizas. Mi cuerpo se siente extraño, adormecido, y mi mente… mi mente es un caos.
Parpadeo, tratando de enfocar mi entorno. Hay tierra bajo mis manos, fresca y húmeda, y el aroma a vegetación me dice que estamos en algún bosque. Pero nada me es familiar.
Mi corazón late con fuerza. ¿Dónde estamos?
Muevo los dedos con torpeza y siento algo cálido cerca de mí. Al bajar la vista, la veo.
Sienna.
Está acurrucada a mis pies, su respiración es pausada y su expresión, aunque serena, no es la misma de siempre. Su piel parece más pálida, su rostro más afilado, y algo en su postura me dice que no está dormida… sino atrapada en algún lugar lejano, inalcanzable.
Mi pecho se aprieta con una angustia que no comprendo.
—Sisi… —susurro con voz temblorosa, tocando suavemente su hombro.
Ella se mueve un poco, sus pestañas tiemblan y, con un jadeo ahogado, abre los ojos.
Y entonces lo veo.
El fuego en su mirada ya no está.
Me quedo paralizada. La Sienna que conozco nunca ha sido fácil de leer, pero sus ojos siempre han hablado por ella. Siempre han sido vivos, desafiantes, una chispa de rabia y determinación que jamás se apaga.
Pero ahora… están vacíos.
Oscuros.
Apagados.
Un escalofrío me recorre la espalda, y por primera vez en mucho tiempo, tengo miedo.
—¿Has despertado? —su voz es apenas un murmullo, ronca y quebrada, como si hablar le costara.
El sonido me descoloca. Sienna nunca suena así.
—Sí… creo que sí —logro decir, aunque siento que mi voz no me pertenece—. ¿Qué pasó, Sisi? ¿Dónde estamos?
Ella cierra los ojos un momento y toma aire.
—Estamos en la Corte Tierra.
La Corte Tierra.
Las palabras me golpean, pero no logro procesarlas del todo. Sé dónde estamos, sé lo que significa… pero hay algo dentro de mí que me impide encajar las piezas.
Me obligo a concentrarme.
—¿Cómo llegamos aquí?
Sienna no responde de inmediato. Su mirada se pierde en la nada, como si estuviera eligiendo con cuidado sus palabras.
—¿Qué recuerdas, Astrid?
Intento hacerlo, pero mi mente es un laberinto de sombras y vacíos. Hay momentos claros, nítidos, y otros que parecen haber sido arrancados de mí.
Frunzo el ceño.
—Recuerdo entrar a la cabaña… —mi voz es lenta, como si cada palabra pesara toneladas—. Padre llegó al rato. Se enojó por algo y… y me paralicé. Me preguntó por ti, le dije que ya venías…
Siento una presión en el pecho. Un nudo en la garganta.
—Y entonces… empezó a golpearme.
La respiración de Sienna cambia. Se tensa, los músculos de su mandíbula se marcan y sus manos se cierran en puños.
Pero sigue en silencio.
Trago saliva, sintiendo el ardor de los recuerdos regresando en oleadas.
—Perdí el conocimiento en algún punto… pero recuerdo tus gritos, Sisi. —Levanto la vista, buscando sus ojos—. ¿Qué pasó después?
Ella baja la mirada. Su pecho sube y baja de manera irregular, como si estuviera conteniendo algo demasiado grande para ser expresado.
—Mucha sangre. Después humo.
Mi corazón se detiene un segundo.
—¿Nuestra cabaña se incendió?
No responde.
Pero su silencio es suficiente.
Mi mente se sacude con imágenes fugaces. La cabaña donde crecimos, el hogar que a veces fue refugio y otras prisión. Cenizas. Destrucción.
Sienna no está bien. Lo veo en la forma en la que sus hombros están tensos, en la forma en que sus labios tiemblan apenas, como si contuviera una tormenta.
—Sisi… dime todo —le pido con voz temblorosa.
Y entonces, sin siquiera pestañear, lo dice.
—Lo maté.
El aire se congela a mi alrededor.
—Él ya no podrá hacerte daño, As. —Su voz es firme, pero hay algo en ella… algo que me eriza la piel—. Y quemé nuestra cabaña. No había nada allí que valiera la pena recordar.
Me quedo inmóvil.
No sé qué siento.
No sé si me duele su muerte o si debería dolerme.
Lo único que sé es que algo dentro de mí se rompe al mirar a mi hermana y darme cuenta de que ella cargó con todo sola.
Siento una presión en el pecho, el ardor de unas lágrimas que no sé si deberían estar ahí.
—Ay, Sisi… —mi voz es apenas un hilo—. Perdón. Perdón por no haber estado contigo.
Ella se mueve. Se levanta y camina hacia mí, sus pasos firmes pero temblorosos, hasta que me envuelve en un abrazo.
Un abrazo fuerte. Un abrazo desesperado.
—Nunca lo sientas —susurra, su voz quebrándose levemente—. Él merecía morir.
Y por primera vez en mucho tiempo, yo no sé si puedo discutirlo.
El aire en la habitación cambia de golpe.
Es sutil al principio, como una corriente apenas perceptible que arrastra un aroma nuevo, distinto. Luego, lo siento de verdad.
No estamos solas.
Mi cuerpo se tensa, los latidos de mi corazón se aceleran, y mis músculos, entrenados para reaccionar ante el peligro, se preparan sin que lo ordene. Pero cuando levanto la vista, lo que veo no es una amenaza.
Es algo… diferente.
El hombre o es un ser majestuoso no lo sé, acaba de entrar es inmenso. No solo en altura, sino en presencia. Su piel morena brilla bajo la luz cálida de la estancia, y su musculatura es tan perfecta que parece esculpida en piedra. Pero no es su fuerza lo que me deja sin aliento… son sus ojos.
Dios.
Podría perderme en ellos.
Son de un color ámbar profundo, como si el sol se hubiese quedado atrapado en su mirada, me envuelven, y por primera vez en mi vida, me descubro incapaz de apartar la vista.
Sienna carraspea.
Suelo ser rápida para recomponerme, pero ahora… ahora me siento como una niña descubriendo algo nuevo y aterrador.
El calor sube a mi rostro de inmediato. Me arde la piel, me arden los pensamientos.
Estoy roja como un tomate.