El taller mecánico respiraba vida propia. El eco metálico de las herramientas resonaba contra las paredes manchadas de aceite, mezclándose con el olor intenso a gasolina, caucho quemado y grasa vieja. Entre estantes repletos de llantas, motores desarmados y piezas que parecían dormir en espera de una segunda vida, el ambiente tenía esa calidez de los lugares familiares, donde cada ruido era conocido y cada mancha contaba una historia.
En el fondo, junto a un automóvil levantado sobre el gato hidráulico, estaba don Ernesto, el dueño del taller. Sus cabellos canosos, revueltos por el sudor y el trabajo, enmarcaban un rostro curtido, de rasgos duros y mirada siempre seria. Sus manos grandes, ennegrecidas por la grasa, se movían con precisión de quien lleva toda una vida respirando humo de motor y escuchando rugidos de máquinas.
A su lado, trabajando con un bloque de motor abierto, estaba su hijo. Un muchacho de veintiséis años que de “muchacho” ya tenía poco: era alto, casi un gigante de metro noventa, con un cuerpo ancho y fuerte, como un oso acostumbrado a cargar sin quejarse. El vello oscuro asomaba en sus antebrazos y pecho, apenas cubierto por la camiseta gris ajustada y manchada de aceite. El cabello negro y rizado le caía en mechones rebeldes sobre la frente, mientras unas gafas redondas le daban un aire serio, en contraste con la rudeza de su figura. Los pantalones de mezclilla estaban gastados y salpicados de grasa, y las botas pesadas llevaban la huella de años de trabajo.
Mientras ajustaba una pieza, sus brazos tensos brillaban por el sudor. El olor metálico se mezclaba con su aroma a jabón barato, todavía impregnado en la piel tras la ducha temprana. Cada tanto, levantaba la vista de su labor, y en esos ojos marrones, cálidos pero firmes, se notaba el reflejo de alguien que, aunque forjado en la dureza del taller, su mirada reflejaba dulzura.
—¡Felicítame! —anunció Rogelio al irrumpir en el taller, con una sonrisa engreída.
A su lado venía una mujer joven, delgada, de piel blanca y ojos azules intensos. Su cabello rubio oscuro caía en ondas cuidadas y su vestido blanco, impecable y ajustado a la perfección, delineaba una silueta de modelo. Caminaba con tacones altos que resonaban sobre el cemento, contoneando la cadera con gracia estudiada.
Orlando levantó la vista del motor en el que trabajaba y frunció el ceño al ver a la mujer bajo el brazo de su medio hermano. La imagen le resultaba extraña, casi fuera de lugar en ese taller impregnado de grasa, humo y olor a metal.
Debajo de un coche, don Ernesto salió arrastrándose con un gruñido. Se limpió las manos en un trapo ennegrecido por la grasa y los miró con calma cansada.
—Hola, hijo… al fin te dignas a visitar a tu viejo —dijo levantándose con esfuerzo.
El joven de complexión delgada lo miró con desdén, como si las manchas de aceite en la ropa de su padre fueran una afrenta personal.
—No porque quisiera, viejo. Mi madre me mandó a ver cómo estabas… y de paso traerte las noticias. —Apretó con fuerza la cintura de la muchacha junto a él. Su cabello castaño, perfectamente peinado y engominado, brillaba bajo la luz del taller. Sonrió con satisfacción, disfrutando el momento—. Me acaban de nombrar director en jefe en PointTechnology. Y no solo eso… —acarició el brazo de la chica—. También ascendí de categoría en lo personal: ella es mi prometida, nada menos que la hija del CEO.
Don Ernesto arqueó las cejas.
—Vaya, hijo… pues muchas felicidades —respondió con la voz cansada pero sincera.
Del otro lado del coche, Orlando se irguió y asintió. Con las manos manchadas de grasa, las frotó sobre una gasa para limpiarlas antes de hablar:
—Te lo mereces, Rogelio. Siempre estudiaste mucho para llegar hasta ahí. Seguro tu madre está muy orgullosa de ti.
—Sin duda lo está —replicó su hermano con tono triunfal. Sacó una carpeta de su portafolio y la extendió hacia su padre—. Y hablando de cosas pendientes… mi madre quiere que firmes los papeles de divorcio.
Don Ernesto tomó la carpeta como si se tratara de una víbora enroscada. La miró en silencio unos segundos. Luego sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa y, sin ceremonia, firmó cada hoja. Le devolvió la carpeta a su hijo con un suspiro.
—Es lo mejor así.
Rogelio sonrió con suficiencia y guardó los documentos.
—Perfecto. Ya todo en orden. Quizá les mande invitación para la boda. —Levantó el mentón, tomó a su prometida del brazo y salió con ella del taller.
Afuera, el rugido de su Mustang último modelo retumbó con arrogancia al alejarse, dejando tras de sí un eco metálico que contrastaba con el silencio del viejo taller.
Orlando miró a su padre con preocupación.
—¿Estás bien?
Don Ernesto se dejó caer en un banco, limpiándose el sudor y la grasa de la frente. Sus ojos, llenos de arrugas por los años y el esfuerzo, parecían más cansados que nunca.
—Sí, hijo, no te preocupes. Era algo que se veía venir. Tu madrastra nunca fue feliz aquí. Se quedó conmigo solo por Rogelio, y ahora ya tiene a alguien más. Mejor así.
Orlando apretó la mandíbula. Conocía esa resignación. Miró alrededor: el taller con sus paredes manchadas, las herramientas alineadas en el tablero, el olor a aceite que lo acompañaba desde niño. Era la vida entera de su padre, y también la suya.
—Una mujer siempre busca más, Orlando —dijo don Ernesto con amargura, bajando la voz—. Difícilmente se queda con un hombre como yo… con un taller en vez de millones en el banco.
Orlando no respondió. Su mirada se alzó hacia la fotografía que siempre había colgado en la pared del taller. La de su madre. Nunca permitió que la quitaran, aunque su madrastra lo intentó varias veces. Esa foto era símbolo de algo real.
Su madre, que jamás supo nada de mecánica, había estado allí, apoyando a don Ernesto con amor sincero mientras él levantaba el negocio. Entre ambos fundaron la cadena de talleres FairFix, que con esfuerzo llegó a expandirse a otros estados.