Los días siguientes transcurrieron en la rutina de siempre. Aunque Orlando había estudiado una carrera en ingeniería mecánica y un doctorado en administración de empresas, su verdadero amor siempre había sido el taller: el legado que construyeron juntos su padre y su madre. Desde que aprendió a caminar y pudo sostener una llave de tuercas en las manos, las máquinas fueron su pasión.
El sábado por la noche, después de cerrar el taller, decidió salir a despejarse y beber unas cervezas con sus amigos de toda la vida: Esteban y Manolo. Los tres habían crecido juntos, y a pesar de los años y los caminos diferentes, seguían siendo inseparables.
Esteban, ahora médico cirujano con consultorio propio, fue el primero en recibirlo con una palmada en la espalda.
—¡Hasta que te dignas a aparecer!
Orlando sonrió mientras se acomodaba en la mesa.
—¿Hablas de mí? Si al que casi no veíamos era a ti, con esos turnos dobles en el hospital.
Esteban soltó una carcajada mientras alzaba su cerveza.
—Lo sé, hermano, pero valió la pena. Ahora tengo mi consultorio… y a la señorita Dolores. —Guiñó un ojo con picardía.
Orlando negó con la cabeza, divertido. Ese par llevaba enamorado desde la universidad, pero ninguno parecía decidirse a dar el paso definitivo.
Manolo, profesor en una secundaria del estado, le tendió una botella recién destapada.
—Te ves cansado, hermano —dijo con tono burlón. Luego sonrió con malicia—. Por cierto, la mejor amiga de mi chica está soltera… es un encanto.
Orlando alzó una ceja, divertido.
—Por el tono en que lo dices, no suena tan cierto.
Manolo rió.
—Es buena chica, solo un poco peculiar… pero es mona, créeme.
—Gracias, pero paso —contestó Orlando, dándole un trago a la cerveza.
Ellos no eran hermanos de sangre, pero después de tantos años juntos se llamaban así. Y, aunque sus amigos no lo sabían, la verdad era que en la mente de Orlando solo existía una mujer: la exnovia de su medio hermano.
La primera vez que Rogelio la presentó en casa, Orlando sintió que el mundo se detenía a su alrededor. Ella sonrió con dulzura, mostrando un pequeño hoyuelo en la mejilla derecha. Su perfil tenía una forma delicada, casi de diamante; los ojos, ligeramente almendrados, eran de un azul profundo; su cabello, de un castaño cobrizo que brillaba con la luz; y su figura, de complexión media, irradiaba gracia natural.
Ese instante lo marcó.
Por los dos años que duró aquella relación, Orlando evitó reuniones familiares siempre que pudo. Mirarla era como quedarse sin aire. Había escuchado hablar del amor a primera vista, de ese golpe que sacude el alma sin aviso, pero vivirlo en carne propia lo dejó descolocado. La pensaba de día, la soñaba de noche, y aunque jamás se lo confesó a nadie, ella se convirtió en un recuerdo imborrable.
Después de la ruptura, nunca volvió a verla. Ya había pasado más de un año desde entonces, pero su recuerdo seguía vivo, como un secreto que pesaba en el pecho y que no lo dejaba mirar a ninguna otra mujer.
La noche seguía entre charlas y viejas anécdotas. Entre risas, las botellas vacías se acumulaban en la mesa y las bolas de billar resonaban en el aire cargado de humo.
Manolo, que tenía el turno para jugar, se quedó con el taco en la mano, boquiabierto.
—Mierda… —murmuró— ¿qué hace una chica como esa en un lugar como este?
Orlando, inclinado sobre la mesa y a punto de lanzar el tiro de apertura, levantó la mirada. El taco se le resbaló de las manos y cayó con un golpe seco cuando la vio.
Vestida con un elegante vestido verde olivo, ajustado en la cintura y con una abertura lateral que revelaba la piel suave de un muslo, estaba ella. Rosalía. Su Rosalía.
El corazón de Orlando dio un salto como si quisiera escapar de su pecho.
Su cabello, recogido en un moño alto, dejaba caer algunos mechones sueltos con reflejos castaños que brillaban bajo la luz del bar. Entre ellos, un par de mechones teñidos en un delicado tono lila contrastaban con un maquillaje sutil, pero lo suficientemente trabajado para resaltar la intensidad de sus ojos azul tormenta. Más que hermosa, parecía irreal.
Todos en el bar se giraron a mirarla mientras arrastraba una pequeña maleta con ruedas hasta la barra. Se sentó con elegancia, cruzó la pierna, y la abertura del vestido dejó entrever un destello de piel que hizo que Orlando sintiera las gafas empañarse. Literalmente tuvo que quitárselas y limpiarlas con la camiseta, convencido de que iba a tropezar con la mesa.
Esteban y Manolo, al ver su expresión, soltaron una risa contenida. Jamás habían visto a Orlando, el gigante del taller, con la boca abierta como un niño frente a una vitrina de dulces.
—Hermano, estás babeando como un perro hambriento —susurró Esteban con malicia.
—Definitivamente es lo que necesitas —añadió Manolo en tono de conspiración—. Y la chica no está nada mal.
Se miraron entre ellos y, sin necesidad de más palabras, idearon un plan. Uno de esos planes absurdos pero efectivos.
Mientras Orlando intentaba recomponerse, Esteban dio un golpe seco con el taco al aire, lo bastante fuerte como para que todos en el bar se giraran a mirar.
—¡Hey, Orly! —gritó con voz más alta de lo necesario—. ¿Por qué no invitas a esa belleza a que te traiga suerte en el juego? Dicen que, con una dama al lado, el rey de los motores no falla ni un tiro.
Manolo, rápido como un rayo, ya había levantado la mano para llamar al mesero.
—Ponle otra copa a la señorita, cortesía del caballero del overol.
Orlando casi se atragantó con la cerveza.
—¡Idiotas! —susurró entre dientes, rojo como nunca.
Pero ya era tarde. La mirada de Rosalía, sorprendida, se cruzó con la suya.