Rosalía dio un pequeño salto ante el golpe sorpresivo en la mesa de billar, pero apenas sus ojos se cruzaron con los de Orlando, la tensión se deshizo en una sonrisa luminosa. Sí, lo había reconocido.
Dejó la maleta a un lado de la barra y, para asombro de todos, bajó del banquillo. Sus pasos, elegantes pero decididos, se encaminaron directamente hacia la mesa de billar.
Esteban y Manolo se miraron con incredulidad. ¿En serio? Ese tipo de mujer solía mirar a hombres como ellos por encima del hombro o, peor aún, con desdén. La clase de chica que desaparecía con un chasquido de dedos, dejándolos en ridículo. Y sin embargo, no se marchaba. No los ignoraba. Sonreía. Sonreía mientras sus ojos no se apartaban de Orlando.
—No puede ser… —murmuró Manolo, con la boca abierta.
—Está caminando hacia acá. ¡Hacia ti! —añadió Esteban, todavía más sorprendido.
Y entonces sucedió lo impensable.
—¡Orlando! —exclamó Rosalía con un brillo cálido en la voz, y abrió los brazos sin dudar.
Orlando sintió que el suelo desaparecía bajo sus botas. En un parpadeo, ella estaba entre sus brazos. El perfume delicado, el calor de su cuerpo, la familiaridad inesperada… todo lo golpeó de una sola vez. Su respiración se volvió torpe, y por un instante pensó que estaba soñando.
La rodeó con sus brazos grandes, aunque con cierta torpeza, temblando por dentro.
—Rosalía… —susurró su nombre como si fuera una oración, un conjuro que pudiera fijar en la realidad lo que todavía le parecía imposible.
Los amigos observaban la escena en silencio, con las bocas tan abiertas como los ojos. El hombre más fuerte y reservado que conocían, ese gigante que nunca dejaba ver emociones, estaba abrazando a la mujer que parecía salida de un sueño… y ella lo estrechaba como si nunca hubiera dejado de pertenecer a su vida.
—¡Cuánto tiempo! —exclamó Rosalía cuando se apartó del abrazo. Giró la cabeza hacia el otro lado de la mesa y dedicó una sonrisa cortés a los amigos de Orlando—. Perdón por la sorpresa. Soy Rosalía, nos conocemos desde hace algunos años ya.
Estiró la mano con elegancia, y Esteban y Manolo se la estrecharon casi al unísono, todavía un poco incrédulos.
Orlando, en cambio, seguía petrificado, incapaz de articular palabra. Solo podía mirarla como si temiera que desapareciera si parpadeaba. Rosalía, con esa naturalidad que siempre la distinguió, rompió el silencio.
—¿Cómo está tu padre? ¿Sigue en el taller? —preguntó con calidez—. Me encantaría pasar a saludarlo.
Aquellas palabras despertaron algo profundo en Orlando. Rosalía siempre había tenido un cariño sincero por don Ernesto, a pesar de su carácter serio y su semblante severo. Tanto él como Orlando habían sido para ella un refugio cálido dentro de una familia donde nunca encajó. La madre de Rogelio jamás la aceptó: pretenciosa, arrogante, siempre la trató como si no fuera digna de su hijo.
Con los años, la relación con Rogelio se había desgastado. Había demasiados silencios, demasiados gestos de indiferencia que Rosalía ya no podía ignorar. Más de una vez se preguntó qué fue lo que la atrajo en un principio: ¿realmente amor, o más bien la ilusión de enamorarse del hombre equivocado? Se conocieron en la universidad, cuando ella estudiaba Historia del Arte y Antropología, apasionada por los vestigios y relatos del pasado.
Cuando todo terminó, Rosalía tomó una decisión radical: se marchó a Escocia, donde consiguió trabajo en el Museo Nacional de Arte Antiguo. Allí dedicó su tiempo a estudiar piezas arqueológicas, manuscritos olvidados y reliquias cargadas de historias. Siempre había sentido una extraña atracción por aquellas tierras, como si un lazo invisible la uniera a ellas. Entre vitrinas, salas silenciosas y archivos polvorientos, encontró una forma de reconstruirse… y de darle sentido a ese llamado interior.
Ahora estaba de vuelta. Y Orlando, que durante años había intentado arrancar su recuerdo de la memoria sin conseguirlo, la tenía de nuevo frente a él, más hermosa, más plena, y con una vida que sonaba tan lejana como fascinante.