Cuatro días para siempre

Parte 4

Orlando, al fin, encontró la voz atrapada en su garganta.
—Mi padre está muy bien… seguro estará feliz de verte —dijo en tono sereno, aunque su corazón golpeaba con tanta fuerza que juraba que todo el bar podía escucharlo.

No apartaba la mirada de ella. Sus manos temblaban con el deseo de volver a tocarla; hacía apenas unos segundos la había tenido en sus brazos y quería que así fuera siempre. Tres años amándola en silencio, y ahora estaba ahí, tan cerca que podía sentir su perfume, su calor.
—¿Cómo estás? —preguntó al fin, apenas un murmullo. No supo qué más decir. ¿Gritarle que la amaba? Absurdo. Seguramente ella se reiría en su cara.

Esteban y Manolo, que entendieron perfectamente el lenguaje corporal de su enorme amigo, decidieron darles espacio.
—Nosotros… debemos irnos —dijo Manolo, poniéndose de pie.
—Sí, una pena. Un placer conocerte, Rosalía. —Esteban levantó su cerveza por última vez—. Mañana tengo que abrir temprano en la clínica.

Ambos se despidieron, aunque Orlando ni siquiera reparó en ellos. Para él, el mundo entero se había reducido a la mujer frente a él.

—Lamento haberlos interrumpido… no quise arruinar su noche —se disculpó Rosalía con una sonrisa ligera, mientras Orlando dejaba olvidados los tacos de billar y las bolas desperdigadas. Con un gesto nervioso pero atento, la condujo hasta una mesa vacía y le acercó la silla.

—Por favor… siéntate.

—Gracias.

Él tomó asiento frente a ella, los ojos fijos en su rostro como si al parpadear pudiera desvanecerse.

—No te preocupes por ellos, ya se iban —explicó Orlando, aunque en realidad apenas podía pensar con claridad.

—¿De verdad? Yo pensé que apenas comenzaban a jugar —respondió Rosalía con amabilidad, dejando escapar una risa suave.

Orlando la contempló, fascinado. Esa sonrisa, ese carácter definido y a la vez cariñoso… era la esencia de lo que siempre lo había atraído de ella. Jamás entendió cómo su medio hermano Rogelio había tenido la suerte de estar con alguien como Rosalía. Rogelio, arrogante e insensible, había dejado ir a una mujer que irradiaba dulzura, tranquilidad y fuerza interior. Para Orlando, era imposible concebir semejante estupidez.

Orlando le sostuvo la mirada un momento, todavía incrédulo de tenerla frente a él. Rosalía, más tranquila, jugaba con la copa que el mesero había dejado sobre la mesa.

—Y bien… —empezó ella con una sonrisa—. ¿Qué fue de ti todo este tiempo?

Orlando se acomodó en la silla, carraspeando.
—Lo mismo de siempre. Apoyar a mi padre en el taller, que sigue siendo nuestra vida.

Rosalía rió suavemente, y ese sonido fue como un golpe cálido en el pecho de Orlando.

—Oh, tu padre un hombre encantador. Lo recuerdo con mucho cariño. Él me ofrecía café mientras Rogelio estaba ocupado en… otras cosas. —Hizo una pausa, bajando un poco la mirada, pero pronto se recuperó—. Supongo que no te sorprende que termináramos.

Orlando apretó los labios.
—Escuché algo… pero nunca supe los detalles.

Rosalía bebió un sorbo de su copa antes de responder, serena:
—La chispa se apagó. En realidad, no sé si alguna vez hubo una verdadera. Al final, éramos más una apariencia que una pareja. Con el tiempo me di cuenta de que Rogelio y yo queríamos cosas muy diferentes. No fue dramático, ni doloroso. Solo… vacío. Y eso me liberó.

Orlando asintió despacio, intentando ocultar el alivio que le recorría el cuerpo.
—Ya veo. —Hizo una pausa, tanteando el terreno—. Pues… Rogelio está comprometido ahora.

Rosalía lo miró con cierta sorpresa, pero enseguida una sonrisa ligera suavizó su rostro.
—Entonces encontró a la mujer que merecía. —Lo dijo con naturalidad, sin un atisbo de rencor ni nostalgia.

—Eso parece, supuestamente la hija del CEO en la empresa donde lo han ascendido, su madre, está más que contenta — La mira con curiosidad esperando ver algún indicio de interés por el logro de su hermano o celos o nostalgia, pero nada—¿De verdad lo piensas? —preguntó Orlando, con un dejo de incredulidad.

—Claro. A mí me tomó un tiempo entenderlo, pero a veces las personas no encajan. No era yo, y está bien. Estoy… —se detuvo, buscando la palabra— tranquila con eso. — sonrió.

Orlando la observó en silencio, fascinado por la serenidad con la que hablaba. Por dentro sentía un torbellino, pero en su superficie ella parecía un lago en calma.

—¿Y tú? —preguntó él de pronto—. ¿Qué has hecho desde entonces?

Los ojos de Rosalía brillaron. Ahí estaba la pasión genuina que él recordaba.
—Me fui a Escocia. Conseguí trabajo en el Museo Nacional de Arte Antiguo. Ha sido… increíble. Cada día estoy rodeada de piezas que cuentan historias de hace siglos, manuscritos que casi nadie ha leído en generaciones. Y esas tierras… —su voz se volvió casi un susurro— hay algo en ellas que me llama. Como si ya las conociera de antes, ¿sabes?

Orlando sonrió.
—Sí, te entiendo. Como cuando vuelves al taller después de estar lejos. El olor a aceite, las herramientas, el ruido de los motores… es como volver a casa.

Ella asintió, encantada con la comparación.
—Exacto. Supongo que todos necesitamos un lugar donde nuestro corazón se sienta en paz. Para mí, esos salones llenos de historia lo son. Aunque… también extraño cosas simples: una cena casera, conversaciones familiares… incluso la rutina.

Orlando bajó la vista un instante.
—Bueno, el taller sigue igual. Un poco más de polvo, quizá, y mi padre más terco que nunca. Pero ahí estamos, día tras día.

Rosalía apoyó la barbilla en su mano y lo miró directamente, con una ternura que lo desarmó.
—Y tú, Orlando… ¿estás contento con eso?

Él la miró sorprendido.
—¿Por qué no lo estaría? Es lo que siempre quise, estar cerca de mi padre, continuar lo que construyó con mi madre. No necesito más.

—Eso es lo que siempre admiré de ti —dijo Rosalía con franqueza—. Esa lealtad. Esa forma de valorar lo que tienes. Nunca lo dices, pero se nota en cómo miras ese taller… y en cómo hablas de tu familia.




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