Cuatro días para siempre

Parte 5

Orlando llevó los platos hasta la mesa de centro, con cuidado de no derramar la salsa. Espaguetis, albóndigas y un par de sodas frías. Todo sencillo, pero con el calor de lo hecho en casa.

—Qué bien huele —comentó Rosalía al entrar en la sala, todavía secándose el cabello con una toalla.

—Espero que te guste. —Orlando le sonrió y se hizo a un lado para que se sentara en el sofá primero—. Pensé que podríamos ver una película para que descanses un poco.

Ella iba a responder, pero él extendió la mano y tomó con suavidad la toalla de sus dedos.
—Permíteme.

Con una naturalidad que lo sorprendió a él mismo, se colocó detrás del respaldo y comenzó a secarle el cabello con movimientos firmes pero cuidadosos. Rosalía arqueó una ceja divertida, pero en vez de protestar, se dejó hacer.
—Vaya… esto es mejor que un spa. —Rió, relajándose bajo sus manos—. Me estás consintiendo demasiado.

Orlando, con la toalla aún entre sus manos, se quedó un segundo inmóvil, sintiendo el calor de su cabello húmedo. Su voz salió más baja de lo normal, casi como una confesión que se le escapó sin permiso:
—No es suficiente… después de tanto tiempo, creo que podría pasarme la vida entera consintiéndote. —Sonrió torpemente y, para disimular su nerviosismo, añadió—. Pero dime, ¿quieres música o una película…?

Rosalía sonreía mientras respondió —Quizá mejor música… con lo cansada que estoy, seguro me dormiría a mitad de la película.

—Entonces música será —asintió Orlando, dejando la toalla sobre el respaldo y acomodando los mechones húmedos de su cabello para que no le mojaran la espalda.

Se sentó junto a ella, lo bastante cerca para percibir el calor de su cuerpo. Le pasó el plato, y durante unos minutos cenaron en silencio, acompañados solo por la suave melodía que había llenado la sala. Orlando, sin embargo, no podía dejar de pensar en lo irreal de la escena. Tenerla allí, en su espacio, compartiendo su mesa… era un regalo inesperado que pensaba atesorar.

Al fin se atrevió a romper el silencio.
—Cuéntame de ti… de Escocia. Dijiste que sientes una conexión con esas tierras. ¿Por qué?

Rosalía sonrió, bajando un poco la vista a su plato.
—Es difícil de explicar. Desde pequeña he tenido esta fascinación hacia esas tierras, comenzó por el gusto y amor hacia los caballos, de ahí, me tope con un documental y bueno quede enamorada. Por eso eleji mi carrera, vi una oportunidad — se ríe— quizá un pretexto para ir allá. —miro hacia el televisor mientras recordaba— Y la primera vez que puse un pie allí, tuve la sensación de… pertenecer. Como si los paisajes ya vivieran dentro de mí antes de conocerlos. Las montañas, la neblina, los castillos en ruinas… incluso el silencio de sus cementerios. Todo me resulta familiar, íntimo. Más allá de lo que vi en fotografías o libros.

Orlando la escuchaba con atención, fascinado por la pasión en su voz.
—Suena como si hablaras de un lugar al que vuelves, no al que llegas.

Orlando la escuchó en silencio, y luego habló despacio, como si se revelara a sí mismo algo que nunca había puesto en palabras.
—Para mí es el taller. No son castillos ni manuscritos, pero… es donde siento mis raíces. Mi padre sigue ahí, claro, pero también es el lugar donde aún encuentro a mi madre. Cuando entro al taller, siento que sigo caminando con ella. Cada esfuerzo que pongo, cada motor que logro levantar… es como si todavía le demostrara que valió la pena todo lo que hicieron juntos.

Rosalía posó su mano sobre la rodilla de Orlando y le sonrió con ternura.
—Es algo que siempre vi en ustedes —dijo suavemente—. El cariño y el orgullo que ponen en todo lo que hacen. Y, ¿sabes?, algo que siempre me molestó de Rogelio fue la manera en que hablaba de todo eso… como si no tuviera valor. Una de las tantas cosas que fueron quebrando la ilusión que alguna vez me hizo estar a su lado… hasta que se rompió por completo.

El silencio se instaló entre ellos. Orlando dejó su plato en la mesa baja, recogió también el de ella y lo puso a un lado. Cuando volvió a sentarse, no apartó la vista de Rosalía. Le tomó la mano con cuidado, como si fuera algo frágil, y se inclinó hacia adelante. Su voz, grave y cargada de un nervio contenido, se volvió más íntima.

—Sabes… ahora que estás aquí, de regreso… no puedo callarlo más. No voy a desaprovechar esta oportunidad.

Rosalía lo miró con cierta curiosidad, tratando de descifrar el brillo en sus ojos.

Orlando tragó saliva, su pecho agitado, su corazón golpeando como si quisiera escapar.
—La verdad es que desde la primera vez que te conocí, cuando mi medio hermano te presentó… sentí algo. —Negó con la cabeza, con una sonrisa amarga—. No, no solo sentí algo. Mi corazón explotó. El amor a primera vista existe, Rosalía… y me enamoré de ti en ese instante. Te he amado desde entonces.

Ella entreabrió los labios, sorprendida.
—Orlando, yo…

Él levantó una mano, nervioso pero firme.
—Me mantuve lejos a propósito. —Pasó su palma callosa por la nuca en un gesto torpe, casi adolescente, que contrastaba con su imponente figura—. No podía verte… me dolía demasiado verte junto a él. —Respiró hondo, y sus anchos hombros se alzaron y bajaron con un peso invisible. Sus ojos, sin embargo, nunca dejaron de buscar los de ella.

Rosalía no apartó la mirada. Estaba atónita. No podía negar que Orlando siempre le había parecido un hombre atractivo, noble… pero jamás lo había contemplado de esa manera.

—Cuando terminaron —continuó él con voz más baja— pensé que quizá tendría mi oportunidad. Pero entonces te fuiste… y me convencí de que el tiempo borraría lo que sentía. —Sacudió la cabeza con una risa incrédula—. Pero no fue así. Nunca lo fue.

Con una delicadeza inesperada en un hombre tan fuerte, levantó la mano de Rosalía hasta sus labios y besó sus nudillos.
—He pensado en ti todos estos años, más de lo que jamás admitiría en voz alta. Y ahora que volviste… que estás aquí, en mi casa, delante de mí… tengo esta estúpida esperanza que me aprieta el pecho. Porque quizá, solo quizá, al fin tenga mi oportunidad contigo.




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