Cuatro días para siempre

Parte 6

Ambos permanecieron mirándose, con el corazón acelerado. Ese beso, sin ser apasionado, los había sacudido hasta lo más profundo. Rosalía sonrió, incrédula, con la sensación que aún ardía en sus labios. Podría culpar al alcohol, pero sabía que no era eso. Apenas había bebido un par de tragos. Era Orlando. Su beso. Ese hombre que la miraba como si hubiese esperado toda una vida por ella, y que la había dejado en un estado de embriaguez sublime, afrodisíaca.

Orlando parecía igual de afectado. Aturdido, con el pecho subiendo y bajando con violencia, sintiendo cada fibra de su cuerpo responder como si se hubiera encendido un fuego interno. Había prometido respetar su espacio, detenerse en ese primer beso… pero su corazón, su mente y su cuerpo gritaban algo mucho más fuerte.
—Rosalía… yo… —tartamudeó, sin encontrar las palabras.

Ella lo calló con un beso.

Esta vez fue distinto. El contacto se volvió intenso, urgente, arrollador. Antes de darse cuenta, Rosalía estaba sobre él, a horcajadas en su regazo. Orlando se quedó sin aire: tenerla así, tan cerca, era demasiado. Sus ojos se abrieron desorbitados y su voz salió ronca, grave, cargada de deseo reprimido.
—He soñado con esto más veces de las que puedo admitir… —confesó, avergonzado de lo evidente que se volvía su excitación bajo el pantalón.

Rosalía sonrió contra sus labios al sentirlo justo en el lugar preciso. Una sonrisa pícara, que lo desarmó aún más.

Las manos grandes y temblorosas de Orlando se deslizaron bajo la delgada tela del pijama de ella. El calor de sus palmas ásperas, curtidas por el trabajo, le erizó la piel, arrancándole un suspiro entrecortado. Rosalía se aferró a sus hombros, estremeciéndose al contacto.

Orlando estaba embriagado, perdido en esa intimidad que parecía un sueño hecho realidad. Sus dedos querían subir más, explorar más, incluso despojarla de la tela que los separaba, pero el miedo lo frenaba: era como tener en brazos la joya más preciosa del universo y temer romperla.

Rosalía lo entendió sin necesidad de palabras. Lo miró a los ojos y, con una sonrisa serena, le dio permiso con la mirada. Fue ella quien comenzó a desabotonar su camisa, con calma, revelando su torso firme, cubierto por un vello oscuro y espeso. Deslizó sus dedos entre él, provocándole un jadeo ahogado y arrancando un gemido bajo cuando Orlando apretó con fuerza la suave piel de sus caderas.

Los besos se volvieron más intensos, salpicados de mordiscos suaves y caricias hambrientas. Pronto, las prendas superiores quedaron olvidadas. Orlando la contempló un segundo, con la respiración agitada, sus ojos marrones brillando de deseo y adoración.
—Rosa… eres perfecta —murmuró con voz ronca.

La piel pálida de ella contrastaba con el bronceado de sus manos, que subieron con reverencia hasta rozar sus senos. Rosalía soltó un suspiro profundo, arqueándose hacia él, entregándose a su tacto.

—Déjame mostrarte cuánto te he deseado todo este tiempo —susurró Orlando, con una determinación temblorosa.

Con un movimiento firme, la sujetó por la cintura y se puso de pie. Rosalía rodeó su cuerpo con las piernas, sus brazos anclados a su cuello, sin dejar de besarlo. Orlando la sostuvo con facilidad, como si fuese ligera como el aire, y caminó hacia su habitación con la certeza ardiente de que, por fin, después de tantos años, tenía en brazos al amor que había callado.

La puerta se cerró tras ellos con un golpe suave. Orlando la depositó sobre la cama, pero no se apartó. Se inclinó sobre ella, besando su boca con un hambre desesperada y, al mismo tiempo, con una devoción que la hizo estremecerse.

Sus manos recorrieron el cuerpo de Rosalía con reverencia, despojándola lentamente de las prendas que aún los separaban, como si cada botón, cada pliegue de tela, fuera un obstáculo entre ellos y los años de amor callado. Ella respondió con la misma urgencia, arrancando la camisa de su torso, explorando la piel morena cubierta de vello que siempre había imaginado tan fuerte como el hierro, pero que ahora se rendía a su tacto.

—Eres… eres todo lo que soñé —murmuró Orlando, con la voz ronca y quebrada, mientras besaba su cuello, sus clavículas, cada rincón de piel que descubría como un tesoro.

Rosalía se arqueó bajo él, sintiendo cada caricia como una chispa que se encendía en su interior. No era solo deseo; era el peso de los años, la intensidad de un amor oculto que por fin salía a la luz. Sus dedos se hundieron en su cabello oscuro y rizado, atrayéndolo más cerca, necesitada de más, de todo.

Cuando al fin quedaron desnudos, sus cuerpos se buscaron sin reservas. Orlando la recorrió con las manos como si quisiera memorizarla para siempre: cada curva, cada suspiro, cada estremecimiento. Sus labios se encontraron de nuevo, profundos, ardientes, hasta que ambos quedaron sin aliento.

Y entonces la unión ocurrió. Lenta al principio, como una ofrenda. Orlando se movió dentro de ella con un cuidado reverente, pero cada embestida llevaba el peso de los años de amor contenido. Rosalía lo recibió con gemidos ahogados, sus uñas marcando su espalda, su cuerpo respondiendo a cada movimiento como si explotara en olas de fuego y ternura.

—Te he amado en silencio tanto tiempo… —susurró él contra su oído, perdiéndose en el ritmo ardiente de sus cuerpos.

—Orlando… —jadeó ella, su voz quebrándose bajo el éxtasis—. No pares…

El mundo desapareció para ambos. No había más que el calor de la piel, los besos desesperados, las caricias sinceras y esa unión que los consumía. Orlando la amó con vehemencia, con devoción, con la sinceridad feroz de un hombre que había esperado toda una vida para este instante. Rosalía explotaba con cada sensación, su cuerpo estremeciéndose bajo el de él, como si cada beso y cada caricia rompieran algo dentro de ella para liberarla.

La noche los envolvió, y entre gemidos, susurros y promesas sin palabras, Orlando la desbordó con todo lo que era: amor, deseo, ternura, vehemencia.




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