Cuatro días para siempre

Parte 7

Orlando no había pegado el ojo en toda la noche. Se quedó observando a Rosalía dormir enredada entre sus sábanas, con el cabello esparcido sobre la almohada y el pecho subiendo y bajando suavemente. Varias veces llevó la mano a su rostro, solo para convencerse de que era real. Temía cerrar los ojos y que, al despertar, todo hubiera sido un sueño más, de esos que lo habían torturado por años desde que la conoció.

Cuando por fin el reloj marcó el mediodía y el sol se coló tímidamente por la ventana, se levantó en silencio. Preparó algo sencillo: pan tostado, huevos, café caliente y un jugo recién exprimido. Puso todo en una bandeja y volvió a la habitación. Rosalía aún dormía profundamente, agotada por la intensidad de la noche anterior.

Orlando dejó la bandeja sobre la mesilla y se inclinó sobre ella, acariciándole el cabello con los dedos y depositando pequeños besos en su frente, en su mejilla, hasta que vio que comenzaba a abrir los ojos.

—Buenos días… —susurró con una sonrisa cálida.

—¿Días? —rió ella, frotándose los ojos—. ¿Qué hora es?

—Casi las dos de la tarde —confesó, con una risa nerviosa—. Pero te merecías dormir.

Ella lo miró, entre incrédula y enternecida, y cuando notó la bandeja de desayuno junto a la cama, su corazón dio un vuelco.
—¿También sabes hacer esto? —bromeó, tomando el café con ambas manos—. Ten cuidado, Orlando… me voy a malacostumbrar.

Él se encogió de hombros, sentándose a su lado y mirándola como si contemplara un amanecer.
—Aunque solo fueran cuatro días… pienso aprovechar cada instante para cuidarte, para amarte. Si después te vas… —suspiró—. Habrá valido la pena.

Rosalía sintió cómo sus ojos se humedecían. El café le temblaba entre los dedos, y no era por el calor, sino por la forma en que él la miraba: con sinceridad absoluta, con un amor que no pedía nada a cambio.

Después del desayuno compartido y de una ducha juntos —llena de risas, juegos de espuma y besos furtivos bajo el agua—, Orlando la llevó al taller. Rosalía saludó con cariño a Don Ernesto, quien se mostró sorprendido, pero genuinamente feliz de verla.

—Rosalía, niña, ¡qué gusto verte! —exclamó, limpiándose las manos con un trapo lleno de grasa—. Mira nada más, cómo has cambiado.

—Usted sigue igual, don Ernesto —respondió ella sonriendo—. Y este taller… sigue oliendo a esfuerzo y cariño.

Pasaron la tarde ahí. Orlando atendía a los clientes con la naturalidad de siempre, pero con Rosalía cerca todo parecía distinto. Ella lo observaba trabajar, su concentración, la forma en que explicaba a un cliente lo que tenía mal el motor y cómo lo iba a arreglar. Se sorprendía de lo mucho que le gustaba verlo en su mundo.

En un momento, mientras Orlando ajustaba una pieza, Rosalía se sentó en un banco y lo miró con una sonrisa melancólica. ¿Por qué no amarlo? se preguntó en silencio. Tenía todo lo que siempre había valorado: nobleza, pasión, ternura. Era un contraste abrumador con la frialdad de Rogelio.

Durante el almuerzo improvisado en el taller —tortas y refrescos—, charlaron con sencillez:

—¿Sabes? —dijo Rosalía mientras mordía un pedazo de pan—. Siempre pensé que este taller era más que un lugar. Y ahora entiendo que sí lo es… es como tu templo.

—Lo es —asintió Orlando, limpiándose las manos—. Aquí están mis raíces. Y hoy, contigo aquí, siento que todo cobra sentido.

Por la noche, cerraron el taller y acompañaron a don Ernesto hasta su casa. Rosalía lo abrazó con cariño, y el hombre le agradeció con la mirada la alegría que trajo de vuelta a su hijo.

De regreso al departamento, Orlando preparó palomitas y encendió la televisión. Se acomodaron en el sofá, viendo una película cualquiera. La historia en la pantalla era irrelevante; lo importante eran las risas, los comentarios casuales, las miradas cómplices.

—Eres de los que habla durante la película —bromeó ella cuando Orlando hizo un comentario.

—Solo para hacerte reír —replicó él, dándole un suave empujón con el hombro.

El resto de la noche pasó como si fueran una pareja de años. Entre charlas sencillas, anécdotas triviales y sonrisas compartidas, la intimidad entre ellos se volvió aún más natural. Rosalía, sin darse cuenta, empezó a sentir que su corazón latía diferente, que tal vez estaba entrando en un terreno peligroso.

¿Por qué no amarlo? volvió a preguntarse, mientras lo veía reír. La pregunta quedó suspendida en el aire, flotando entre ellos.

La segunda noche había sido una mezcla de pasión y complicidad. Se amaron como una pareja de años, riendo en medio de su intimidad, probando gestos torpes que en vez de romper el momento, lo hacían aún más real. Rosalía, en un intento de besarle el cuello con sensualidad, terminó chocando su nariz contra la de Orlando. Ambos estallaron en carcajadas, tapándose la boca como niños sorprendidos. Esa risa compartida se convirtió en un sello de confianza, en un recordatorio de que el amor verdadero también se construye con torpeza y naturalidad.

Pero al día siguiente, la realidad golpeó con dureza. Rosalía tuvo que salir temprano para atender los trámites de su estadía en Escocia. Mientras desayunaban juntos, llegó la notificación oficial. Ella intentó disimular, pero el brillo en sus ojos se apagó un instante. Orlando no dijo nada, solo la miró en silencio, con un nudo en el estómago.

El taller estuvo abierto todo el día, pero para Orlando cada minuto se arrastraba. Atendía clientes, cambiaba piezas, ajustaba motores… y en cada pausa, su mente regresaba a Rosalía. La nostalgia lo envolvía con la fuerza de una marea. Esos dos días juntos habían sido tan intensos que parecía que siempre la había tenido a su lado. Y ahora, pensar en verla empacar, en verla alejarse, lo desgarraba.

Cuando la noche cayó y Rosalía volvió, ambos lo sintieron: el silencio. No era hostil, ni distante. Era un silencio cargado, pesado, que hablaba por los dos. Se miraron en la sala, como si buscaran las palabras adecuadas, pero ninguna era suficiente. Orlando la tomó de la mano y, sin decir nada, la llevó a su habitación.




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