La cuarta noche había sido distinta. No hubo urgencia ni risas torpes; fue una entrega lenta, casi solemne. Se amaron despacio, como si con cada caricia intentaran robarle segundos al tiempo, como si ese ritmo pausado pudiera engañar al amanecer. Orlando la recorrió con paciencia infinita, memorizando cada línea de su cuerpo, cada suspiro, cada gesto. Rosalía lo miraba con lágrimas contenidas, acariciando su rostro como si temiera que al soltarlo se desvaneciera. Fue un amor que dolía, porque sabía a despedida.
La mañana llegó demasiado pronto.
Antes de que el sol asomara, Orlando ya conducía la camioneta rumbo al aeropuerto. Sus manos, grandes y curtidas, se aferraban al volante, pero no soltaba la de Rosalía, entrelazada con fuerza en la suya. No hablaban. Solo escuchaban el rugido del motor y el murmullo lejano de la ciudad que despertaba.
Orlando mantenía la mirada fija en el camino, aunque cada fibra de su ser rogaba que este se alargara hasta la eternidad, que nunca llegaran a destino. No hay tiempo que no llegue, ni plazo que no se cumpla, pensó con amargura, y sintió el pecho desgarrarse.
En el aeropuerto, los pasos retumbaban demasiado fuertes contra el suelo pulido. Los altavoces llamaban vuelos, el mundo giraba indiferente. Para ellos, en cambio, todo parecía detenerse en esa despedida.
Frente a la puerta de embarque, se abrazaron con una fuerza desesperada, como si quisieran fundirse en un solo cuerpo y no soltar jamás. Ninguno pronunció la palabra adiós. Era demasiado definitiva, demasiado cruel. Se limitaron a besarse. Fue un beso largo, tembloroso, cargado de todo lo que no se dijeron. Cuando sus labios se separaron, ambos sabían que no había más tiempo.
Rosalía respiró hondo, tragándose las lágrimas. Tomó su maleta y, sin mirar atrás, avanzó hasta la fila de pasajeros.
Orlando se quedó de pie, rígido, con los brazos aún ardiendo por el calor de su cuerpo. No podía moverse, no podía gritar. Solo la veía alejarse.
Ella entregó su boleto al agente y, por un instante, volteó con el corazón en un puño. Lo buscó con la mirada… pero Orlando ya había girado, caminando hacia la salida.
Él, a su vez, se detuvo unos pasos más adelante. No resistió: volvió el rostro, y alcanzó a verla justo en el momento en que desaparecía por el andén. El nudo en su garganta lo asfixió.
Para ambos, la sensación fue la misma: ninguno miró hacia atrás. Y esa certeza los atravesó como un cuchillo, como si al no verse en ese último instante, todo lo vivido hubiera quedado atrapado en esos cuatro días.
Orlando salió del aeropuerto con las manos vacías y el corazón desbordado, sabiendo que había entregado todo lo que era. Rosalía subió al avión con los ojos cerrados, luchando por no derrumbarse.
Y así terminó: no con palabras, sino con un silencio insoportable que gritaba lo mismo en los dos corazones.
No era un adiós. Era un “quédate” ahogado que ninguno se atrevió a pronunciar.