Cuatro días para siempre

Parte 9

Cuatro meses después

Fueron cuatro meses de tormento. Orlando no vivía, sobrevivía. Era un muerto en vida. En el taller, sus movimientos eran mecánicos, sin la chispa de antes; en casa, las noches eran interminables. Su padre lo veía con impotencia. Sus amigos intentaban levantarle el ánimo, pero todo era inútil.

Lo peor era el silencio. Ni un mensaje, ni una llamada. En aquellos días intensos, ninguno se preocupó por pedir un número, una dirección… como si hubieran creído que el destino les daría más tiempo. Ahora, esa imprudencia lo consumía. ¿Cómo buscarla sin invadir? ¿Cómo acercarse sin robarle el sueño que ella misma había dicho amar?

El colmo llegó una tarde, en la que Rogelio, ya casado con su modelo-heredera, soltó con desdén:
—Qué bueno que esa se largó. Nunca valió nada.

El golpe de Orlando llegó antes de que pudiera contenerse. Fue la primera vez que no ignoró las palabras de su hermano. La furia contenida lo desbordó, y aunque sus amigos lo separaron, ya no había marcha atrás: el dolor lo carcomía y estaba destruyéndolo.

Su padre, cansado de verlo hundirse, tomó una decisión.
—Voy a tomar unas vacaciones —le anunció, con una sonrisa triste—. Ya era hora. Y tú harás lo mismo. El negocio no se va a caer sin nosotros. Tienes que salir de este pozo, hijo.

Entre su padre y sus amigos, prácticamente lo empacaron. Compraron el boleto, prepararon la maleta y lo llevaron al aeropuerto casi a la fuerza. Orlando resistía, con el miedo clavado en el pecho: ¿y si la interrumpía? ¿y si arruinaba la vida que tanto había construido? Su amor era tan grande que sentía que pedirle volver sería egoísmo puro.

Pero no podía seguir muriendo en silencio. Tenía que saberlo: si para ella esos cuatro días habían sido solo un paréntesis… o lo mismo que para él: toda una vida.

En Escocia

Llegó a Edimburgo, la ciudad que respiraba historia en cada piedra. Rosalía trabajaba en el Museo Nacional de Escocia, rodeada de manuscritos, piezas celtas y reliquias que tanto amaba. Orlando lo supo en ventanillas, preguntando como un hombre perdido que busca el único faro en la oscuridad.

Con el corazón golpeándole el pecho, caminó por los pasillos del museo hasta la oficina que le señalaron. Se detuvo un instante frente a la puerta, tragando saliva. ¿Qué pasará si me rechaza? ¿Si me mira como un error del pasado?

Respiró hondo y entró.

Y entonces, el mundo se le vino abajo.

Allí estaba Rosalía. Sentada en su escritorio, con papeles desperdigados y su cabello recogido con elegancia. Frente a ella, un hombre maduro, distinguido, de aire académico y respetable, sostenía su mano con firmeza. Su voz retumbó en la habitación, helando a Orlando hasta los huesos:

—Rosalía… cásate conmigo.

El tiempo se detuvo. Orlando sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.

Rosalía alzó la mirada, sorprendida. Sus ojos se encontraron con los de Orlando, de pie en el umbral, con la respiración entrecortada y la expresión de un hombre devastado.

La mano de aquel hombre seguía sobre la suya. Y en ese instante, Orlando entendió que había llegado demasiado tarde…




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