Cuatro días para siempre

Parte 10

Para Rosalía, los meses en Escocia no fueron fáciles. Aunque tenía entre sus manos un proyecto de investigación que había soñado toda su vida —manuscritos antiguos, piezas celtas, clanes olvidados—, su corazón había quedado en San Francisco.

Cada vez que se concentraba en su trabajo, los recuerdos regresaban: las manos de Orlando, su risa, la forma en que la miraba como si fuera lo único en el mundo. Cuatro noches, cuatro días. ¿Podía ser amor algo tan breve? Para ella, lo era. Ninguna de sus relaciones pasadas —ni siquiera los dos años con Rogelio— la habían hecho sentirse tan completa como en aquel instante a su lado.

El primer mes comenzaron los síntomas. Náuseas, cansancio, un sueño que no podía combatir. Lo atribuyó al estrés, hasta que el segundo mes un ultrasonido le reveló la verdad: estaba embarazada. Y no solo de uno. Cuatro corazones latían dentro de ella.

La noticia la dejó aturdida, asustada, pero también sobrecogida. Aquellos días con Orlando le habían dado más que recuerdos: le habían dejado vida. Su vida.

Quiso escribirle, buscarlo, pero el miedo la consumía. ¿Y si para él solo fueron cuatro días pasajeros? ¿Y si lo que yo siento no es lo mismo para él? Pensaba en el brillo de sus ojos, en la devoción con la que la había amado, y el corazón le gritaba que era real. Pero la inseguridad la detuvo.

Su jefe en el museo, un hombre maduro y distinguido, notó el cambio. La había tratado con amabilidad durante los dos años que llevaban trabajando juntos. Ahora, viendo su vientre crecer, creyó que el padre la había abandonado. Le envió flores, la cuidó con dedicación, hasta convencerse de que no podía dejarla sola. Que él podía darle la estabilidad que merecía, aunque los hijos no fueran suyos.

Por eso, aquella tarde, entró en su oficina decidido.
—Rosalía, llevamos dos años trabajando juntos. Te admiro, te respeto… y me he enamorado de ti. —sacó una pequeña caja, revelando un anillo—. Cásate conmigo.

Rosalía se quedó de piedra. Nunca lo había visto de esa manera. Siempre lo consideró más un mentor, casi una figura paterna. Dio un paso atrás, insegura, cuando una sombra enorme se proyectó en la entrada.

—Orlando… —susurró, con un hilo de voz.

Él estaba allí. Desencajado, con la respiración agitada y los ojos cargados de dolor y esperanza. No lo dudó: apartó al hombre de mediana edad con una firmeza instintiva y se lanzó hacia Rosalía, tomándola del rostro con ambas manos.

—¿Acaso llegué demasiado tarde? —preguntó, con la voz quebrada, antes de besarla con una urgencia desesperada.

Rosalía quedó aturdida. Su mente gritaba que debía retroceder, que la situación era demasiado, pero su corazón… su corazón estalló. La calidez de Orlando, el sabor de su beso, la forma en que la sostuvo como si fuera todo lo que tenía… Todo regresó de golpe.

Su jefe entendió en un instante. Vio cómo los ojos de Rosalía brillaban de una manera distinta solo para él. Con prudencia, se retiró en silencio, dejándolos a solas.

—No te cases con él —susurró Orlando, sin soltarla, acariciándole el rostro con sus manos grandes, callosas, temblorosas.

—Orlando… —Rosalía sonrió entre lágrimas, feliz, temblando de la emoción de verlo frente a ella después de tanto tiempo. Lo besó de nuevo, hasta que él, de pronto, se tensó.

Bajó la mirada.

El vientre abultado de Rosalía, inconfundible, lo dejó petrificado. Sus manos se quedaron quietas sobre su rostro y luego descendieron, temblando, hasta tocar la curva redondeada de su abdomen. Orlando alzó la mirada, desorientado, y alcanzó a ver en dirección a la puerta, donde el hombre se había marchado. El corazón le martillaba en el pecho con una mezcla de miedo y rabia.

Pero entonces Rosalía tomó sus manos y las apretó contra su vientre, obligándolo a mirarla.

—Son tuyos… —murmuró con lágrimas en los ojos.

Orlando sintió que el aire se le escapaba. Una ola de emoción lo golpeó con la fuerza de un huracán: sorpresa, miedo, pero sobre todo un amor inmenso, arrollador, que lo dejó sin palabras.




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