Cuatro días para siempre

FINAL

Cuatro días para siempre

Orlando cayó de rodillas frente a ella después de besarla con desesperación, con reverencia. Sus manos grandes y temblorosas rodearon el vientre abultado, y sin pensarlo, apoyó su oreja contra él. Cerró los ojos, conteniendo las lágrimas.

—Dios mío… —murmuró—. Están aquí.

—Son cuatro —dijo Rosalía en un susurro, con la voz quebrada.

Él se apartó apenas para mirarla, pálido, sin aire.
—¿Cuatro?

Ella asintió, con una tímida sonrisa nerviosa.
—Cuatro… y todos son tuyos.

Por un instante, Orlando se quedó helado. Luego, la emoción lo desbordó. Rió, lloró, besó su vientre una y otra vez. Su padre siempre había querido una familia grande, y ahora… la tendría de golpe. Cuatro pequeños correteando por una casa. Una casa… no, el departamento sobre el taller ya no era suficiente. Imaginó construir un hogar, un jardín, un espacio donde Rosalía y sus hijos vivieran rodeados de amor.

Pero entonces lo pensó: su padre. No podía dejarlo solo. Rosalía lo notó en su mirada y acarició su rostro.

—Sé lo que piensas. Orlando… yo también amé a mis padres. Los cuidé hasta el último día. Estar con ellos, aunque fue doloroso, fue lo más importante de mi vida. No quiero alejarte de tu padre.

Él la abrazó fuerte, emocionado por esa comprensión.

Fue entonces que el jefe del museo volvió a aparecer en la oficina. Su mirada, aunque herida, era noble.
—Rosalía… sé cuánto amas tu trabajo. Pero también sé que ahora tu corazón está dividido. —hizo una pausa, luego sonrió—. El puesto de director del museo de San Francisco está vacante. Con tu experiencia, con tu dedicación, estoy seguro de que no solo continuarás tu investigación, sino que la llevarás aún más lejos.

Rosalía lo miró sorprendida, con los ojos brillantes. Y luego miró a Orlando. Amaba Escocia, sí, pero lo amaba a él mucho más.

Orlando, con el corazón en un puño, metió la mano en su bolsillo. Allí llevaba el anillo de bodas de su madre, guardado por años como un tesoro. Se arrodilló otra vez, esta vez no por sorpresa, sino por decisión.

—Rosalía… no quiero cuatro días más. Quiero toda una vida contigo. ¿Te casarías conmigo?

Ella soltó un sollozo, llevándose la mano a los labios. Y asintió.
—Sí. Sí, Orlando, quiero casarme contigo.

Pasaron una semana juntos en Escocia, poniéndose al día, compartiendo recuerdos, sueños y planes. Orlando la cuidaba con devoción, más aún sabiendo de los bebés. Si ya la trataba como porcelana, ahora la miraba como cristal fino. La ayudaba a caminar, la abrigaba, la hacía reír con torpeza… y la llenaba de besos cada vez que podía.

Una semana después, empacaron todo y regresaron a San Francisco. El reencuentro con don Ernesto fue de lágrimas y abrazos. El viejo mecánico, de semblante duro, lloró como un niño al enterarse de que iba a ser abuelo… de cuatro.

Un mes después, celebraron una boda íntima, en honor a los deseos de Rosalía: ceremonia civil y, además, una pequeña fiesta con tradición escocesa. Ella vestida de blanco con delicados bordados celtas; Orlando, con un aire solemne pero feliz, no apartaba los ojos de ella ni un segundo. Era el día que nunca creyó posible.

Y entonces, vino la vida.

Meses más tarde, en un hospital, la sala se llenó de llantos, primero uno, luego otro, luego otro… y al final cuatro. Tres varones y una niña, sanos, hermosos, el fruto de cuatro días que se habían convertido en para siempre. Orlando lloró mientras sostenía a la pequeña niña contra su pecho, besándole la frente. Rosalía, agotada, lo miraba con ternura infinita.

Él la besó suavemente, con lágrimas en las mejillas.
Cuatro días, Rosalía… cuatro días bastaron para cambiar mi vida. Pero ahora… ahora es para siempre.

Ella sonrió, agotada pero plena.
—Siempre, Orlando.

Y en medio de los sollozos de sus hijos recién nacidos, se cerró el círculo de una historia que había nacido como un destello fugaz… y se convirtió en un amor eterno.




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