Cuentos a Nora. 1 El Bosque De Los SueÑos Perdidos

El bosque de los sueños perdidos

El aire gélido del invierno cortaba con sus heladas y afiladas ráfagas de viento, mientras los copos de nieve descendían en espiral desde el oscuro cielo nocturno. Un espeso manto blanco cubría ya el suelo del bosque, ocultando por completo los senderos que antaño surcaran perceptiblemente la espesura. En medio de este escenario, el pequeño Alberto de nueve años se encontraba solo y desorientado, separado de sus amigos.

Los gozosos juegos que habían estado compartiendo se vieron interrumpidos por un brusco cambio del clima. Todos corrieron menos él, que se entretuvo siguiendo ensimismado las huellas de un conejo que se adentraban en el inmaculado manto de nieve. La blanca precipitación había comenzado con poca intensidad, pero se había vuelto tan intensa que en pocos minutos todo parecía muy distinto, cubierto con el impresionante hábito inmaculado, impidiendo ver cualquier señal y borrando las huellas que Alberto intentaba volver a encontrar.

Cuando quiso darse cuenta, se habían esfumado las pisadas del conejo, pero también las de sus amigos y las suyas propias. Con el corazón acelerado por un súbito temor y el cuerpo temblando de frío, decidió correr a toda velocidad por el bosque, buscando desesperado alguna pista que le indicara el camino correcto para volver a casa. Pero nada encontró.

Solo los árboles eran su compañía, sosteniendo en sus ramas dobladas el peso de la nevada. Cualquier dirección parecía la correcta y, a la vez, cualquier camino a seguir parecía equivocado. Ante la magnitud de la dificultad a la que se enfrentaba, su corazón lloró.

La nieve crujía bajo sus pies, dejando huecos cada vez más profundos mientras avanzaba sin rumbo. A cada paso, se desvanecía cualquier ilusión de encontrar la escapatoria, enterrada en aquella avalancha. Las zarzas y las ramas rotas arañaban a veces su piel dolorosamente. Alberto sentía el peso de la incertidumbre y el miedo sobre sus hombros, y la angustia y la impotencia se apoderaban de su pequeño corazón.

Aunque el esfuerzo se volvía más arduo con cada paso y las lágrimas corrían sin parar por sus heladas mejillas, su determinación no flaqueaba. La noche espesa se ciñó sobre la enramada, y solo los árboles más cercanos eran distinguibles en la negrura. Sin embargo, algún rayo de luna se colaba hasta la blancura del suelo virginal, iluminando tenuemente su caminar.

Al transitar sofocado por la angustia, no sentía el frío intenso de la noche, pero su nariz y sus manos estaban doloridas y entumecidas por la falta de calor. Un palo que encontró le ayudaba a tantear el terreno y evitaba la caída por culpa de algún agujero oculto. Detrás iban quedando las huellas de sus pasos, y delante se extendía el reto de salir de alguna manera de aquella terrible situación. El canto del búho, el ruiseñor nocturno o el chotacabras vibraban en el aire limpio, pero lo que en otras circunstancias le hubiese resultado agradable de escuchar ahora hacía flaquear la inquebrantable voluntad de Alberto, a pesar de su corazón valiente y animoso.

Finalmente, desesperado y agotado, Alberto divisó a pocos metros de distancia el tronco gigantesco del árbol más grande del bosque. En el centro del tronco se vislumbraba un gran hueco de color oscuro. Corrió hacia él y se adentró en aquel vano, buscando refugio de la nevada que ahora caía más mansa sobre el bosque, protección contra el frío que le atenazaba los músculos y le impedía seguir caminando. Al instante, el aroma húmedo y terroso del tronco llenó sus sentidos, y una agradable sensación de protección lo invadió mientras se sentaba en el improvisado refugio, con las piernas encogidas y los brazos fuertemente cerrados en torno a sus rodillas. Sus ropas mojadas apenas le protegían del frío, que calaba hasta los huesos y le hacía tiritar con grandes temblores.

Pero algo extraño sucedió de repente. A los pocos minutos, el niño recobró milagrosamente la calma. El sonido casi inaudible de los copos de nieve depositándose contra el tronco y sobre el suelo creaba una atmósfera envolvente y pacífica. Su respiración entrecortada se tranquilizó poco a poco, y su mente empezó a despejarse. A pesar de la incertidumbre sobre el desenlace de su aventura, una chispa de valor brillaba en su corazón. ¡Sus ropas se habían secado y ya no tenía miedo ni frío!

La sorpresa se apoderó de Alberto cuando, dentro del hueco del árbol, el helor invernal se desvaneció finalmente por completo. Sus mejillas, antes enrojecidas por el gélido viento, recuperaron su calidez natural. Sus ojos se abrieron con asombro y curiosidad mientras examinaba su entorno, moviendo compulsivamente a todos lados, buscando una explicación para aquel cambio, tratando de comprender lo que estaba sucediendo. La luna, en su cuarto menguante, se divisaba en un claro del cielo entre las ramas. ¡Había dejado de nevar!

Una tenue pero creciente luz comenzó a filtrarse desde dentro del hueco, atrayendo la atención del pequeño. Era un resplandor suave y misterioso que parecía emanar de algún lugar más allá de su vista. Intrigado, Alberto se levantó. Extrañamente, el lugar había cambiado de tamaño. El hueco del tronco había crecido hasta convertirse en una especie de cueva que se ensanchaba lo suficiente como para permitirle ponerse de pie. El suelo era húmedo y algo resbaladizo, y olía a setas y musgo.




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