Cuentos

LA NUBE NEGRA

No pude saber inmediatamente qué había pasado.  Todos se habían vuelto locos.  Escuché  que el teléfono sonaba y las mujeres lloraban.  Por primera vez nadie me reñía, ni  me preparaba el desayuno de galletas con chocolate batido.  Aunque solo me gustara la gaseosa y el pan. Se habían vestido a prisa y sin maquillaje.  Ellas, que nunca dejaban el espejo.   Mamá me lanzó una mirada extraña:  >> ¡Mi niño!>>   Rosita buscó los pañuelos para ella y para mamá.  Y corrieron.   La casa quedó vacía, silenciosa, nueva. 

  Me asomé por la ventana y en la calle hombres y mujeres corrían dando voces. 

  • ¿Cuántos?
  • ¡No se sabe…! 
  • ¿Son muchos?
  • Si, muchos…

El ruido de las campanas de la iglesia no cesaba.    Un carro subía con su  furioso motor a toda velocidad. 

  • Tendrán que traer  de la ciudad, acá no hay tantos… - escuché.
  • Traer sacerdotes,  también, me imagino…
  • Y médicos…
  • ¿¡Para qué médicos!?

Encendí la  televisión en blanco y negro. Tom y Jerry.   Tocaban a la puerta desesperadamente.   Tom perseguía a Jerry.   Cuando abrí no había nadie.

En la casa del frente don Tomás encendía velas a los santos.     Melisa estaba en la acera, con la mirada perdida, con los ojos muertos y un par de lágrimas en la cara.   Ni siquiera se dio cuenta de que yo la miraba.  Ella, que no dejaba de molestarme.   Sonó el teléfono, entré a contestar.   

  • Aló…
  • ¿Está su mamá?
  • No.
  • ¿Ya le contaron?
  • ¿Qué?
  • ¡Nada…!

Colgaron. 

Sentí mucha curiosidad.  Algo malo estaba pasando.  Me puse mis botas.  Salí.  En la cancha no estaban ellos, los del equipo.  Ellos, que nunca dejaban la cancha.   Eso solo pasaba cuando había clase.  >>Hoy es sábado.   Es imposible que no estén.  Eso es tan raro como que gane el colero de la liga.>>  Un perro deambulaba sobre la grama.  Sin dueño, sin paseador. 

Una nube negra venía del sur.   Casi nunca había nubes negras por el sur.  Era una circunferencia gris llena de pequeños círculos grises, que se iba abriendo como un abanico, y tenía unas extrañas formas de seres humanos mutilados o cortados en partes.    

Bajé al parque.   Movimientos de gente buscando gente o comprando en la farmacia, se veían en todas las esquinas.  A la iglesia, la gente entraba apurada.  Y volvía a salir.    Los niños parecíamos invisibles.  Había otro niño, como yo, perdido en los afanes de los mayores.     Intenté acercarme.   Él intentó acercarse.  Un brazo lo borró de mi vista.     Los jeeps,  unos tras otro,    traían racimos de hombres colgados.  Parecían escapar de algo, venían sucios de carbón, con los cascos puestos y las linternas encendidas.  La gente les preguntaba cosas a sus caras asustadas, a sus ojos grandes, a sus bocas abiertas.   Ellos no parecían entender.    El puesto de helados estaba ahí, pero el hombre de los helados no.  Tenía hambre.  Ya a aquella hora ya había comido mis galletas con chocolate.   Palpé mis bolsillos.  No tenía un céntimo.     ¿A dónde había ido mamá?  ¿ A dónde Rosita?   Era muy difícil encontrarlas en medio de tanta gente llorando.   Nadie reparaba en mí.  Yo reparaba en todo y en todos.   Los almacenes habían cerrado sus puertas, las cantinas apagado su música.   Un torvo sonido de voces masculinas sonaba  como un gallo que intentaba levantar vuelo.     Quería ir a casa.  Volver al día anterior.  Sentía que todo estaba cambiando de una manera que no me gustaba.   ¿Ya habría terminado Tom y Jerry?  Olvidé apagar la tele. Olvidé cerrar la puerta.   No importa, pensé.  La apagará Rosita. 

>>¡Quite niño”>> sentí que me empujaron con fuerza descomunal.  Fui a dar al piso.

La gente se reunía frente a la puerta del Hospital.   Los carros llegaban, se abrían paso a pito, y volvía a cerrarse la multitud.  Grupos de personas salían abrazados.  O rezaban en las aceras.   Vi unos mineros dolerse.   Sin cambiarse.  Sin bañarse.   Con los ojos rodeados por el polvo.   Un camión se abrió pasó con la bocina.   Traía muchos ataúdes.   Blancos, lilas, violetas, cafés.   Brillaban lustrosos.   Los hombres los bajaron,   de prisa y los entraron por la puerta del  garaje. Se notaba que  hacían la fuerza de quien va a cargar un cuerpo y luego se asombraban de lo que pesaba vacío.   Eran muchos.  Nunca había visto tantos juntos. 

Gente con fotos en la mano se acercaba a preguntar si los habían visto. 

 

>> Clemencio, del Abejorral.. Martín, del Limonar… Eustaquio, de la calle Nueva… ¿no? ¿Ninguno?  ¿Está seguro?>>

Yo veían que se sentían mal,  queriendo inventar el cuerpo de la persona.  O que apareciera como un milagro. 

Soplaba más que de costumbre.    La nube negra  se abría.  Cubría casi todo el cielo.  Sus figuras también habían crecido, endemoniadas, como un cuadro abstracto. Pensé que de un momento a otro caería un chubasco.

Toda la calle ya se había  llenado de gente.  Yo me sentía perdido.      Quería salir y ya no podía.   Llegaron unas ambulancias distintas a las del pueblo.   Llegó un hombre con un micrófono.   Otro con una grabadora, con un carnet que decía PRENSA.   Las mujeres lloraban muy fuerte.   Llegó la volqueta de la alcaldía, la que manejaba don Ramón.  Reversó al frente del garaje del hospital.  Se abrió espacio con el remolque ancho, sin importar que lastimara a los curiosos.     No esperó a que los bajaran.  Activó el toma fuerza.  Los gatos hidráulicos subieron.  Los cuerpos rodaron como material de construcción.  Me fije en los rostros negros inertes que caían como maderos.   Me pareció conocer vagamente alguno.   La gente gritaba.   Llegaron los refuerzos de la policía.  Yo sentí miedo.  Quería volver a ver a Tom.  Quería volver al día anterior.  Ya no tenía hambre.  La policía, con sus bolillos, abrió un cerco alrededor del hospital.   Muchos se iban llorando, como si hubiesen recibido un golpe.   Yo aproveché para irme.  También iba llorando.   Quería volver a casa, ahora sí, y encerrarme para siempre.  Hasta cierta parte, porque un muro de gente, que no veía los niños, volvía a cerrarse.  Quedé atrapado entre faldas, gruesos jeans, botas de pantano.   La  gente usaba los pañuelos para secarse el llanto y taparse la nariz.    Olía a rata muerta, a pájaro cazado, a boca de gato.    Una señora empezó un rezo al Rosario de la Virgen María.  Las voces la acompañaron. Después las voces no se entendían.  Llegaron varios helicópteros al tiempo.   Descendieron sobre la cancha.  Me abrí paso a codazos.  Corrí hasta ella,  con el vivo  deseo de que estuviesen  los del equipo.  Cerca de la cancha la gente me miraba.  Parecían querer decirme algo.  Me señalaban.  El helicóptero levantó polvaredas.  Tuve que taparme la boca.   Hombres de la Cruz Roja bajaron del aparato como masajeados por una mano furiosa.    Corrieron con maletas que parecían traer frascos y cajas.  

  • ¿El hospital? – me preguntaron.
  • Yo los guío – les dije, sin pensar.




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