Recién llegada a Bogotá, veía que las personas siempre iban apuradas. Podía notar, contrastándola con la ciudad intermedia de la que provenía, que había mucha cultura y ebullición comercial. Miles de personas, igual, peor o mejor que yo, trataban de construir sus sueños en esta Atenas Latinoamericana, como solían decirle los que la amaban en exceso. Los bares vivían atestados de jóvenes los fines de semana y en los restaurantes había cartas de comida de todo el mundo: la pasta italiana, la comida tai, y los sabores de Perú, eran maravillosos. Estábamos en Navidad y se sentía mucha Unión. Percibía a la gente solidaria, amable. Tenía veinte años recién cumplidos, una mirada de aprobación para casi todo, como si el mundo fuera lustroso después de un fuerte vendaval y desde hacía un año, exactamente, había conocido a un detective del servicio de inteligencia de la Dipol, a través de una página de citas. De buenas a primeras no creía en estos sitios web, pero ingresé a ella motivada por una amiga de mi pueblo, Santa Rosa de Cabal, que me decía que ahí se podía conocer gente de las grandes urbes. Los hombres de mi pueblo, después de un par de conversaciones, se mostraban lacónicos si una no accedía a sus pretensiones. Había allí muchos perfiles. Aparecían en el recuadro fotos de hombres exhibiendo una sonrisa publicitaria, adjunto a un exordio de pequeñas frases alucinantes. Cuando ingresé mi perfil y mi fotografía, hombres de todas las cataduras me enviaron su interés. Mi amiga se burlaba de mi éxito. Entonces escondí la fotografía. Un día, un hombre mayor, me dejó un mensaje en el que decía: “ Hola, me gusta que tengas buena ortografía…”
Le contesté: “hola”… Desde entonces el universo de la vida de cada uno fue revelándose en conversaciones que se prolongaban hasta el amanecer. A veces se perdía por dos o tres días. Cuando me escribía de nuevo, sin preguntárselo, él se disculpaba y me explicaba que era investigador y que su trabajo tenía
turnos de veinticuatro horas, durmiendo en coches, con la radio chirriando. Empezamos a interactuar por teléfono, más que en línea, hasta que No Fue suficiente. No podíamos estar el uno sin el otro. Un día me dijo que me mudara con él. “Primero debes venir y conocerme. Debo mirarte a los ojos, saber que siento…” Entonces vino dos veces. Era un hombre mayor que yo, moreno, de ojos adormilados, con la palidez propia de los hombres que trasnochan. Sus palabras salían con seguridad y calidez. Su voz sonaba protectora. Decidí mudarme con él, a pesar del desacuerdo de mis padres.
Supe que él sería el hombre con quién me casaría Y con quién tendría hijos. Al poco tiempo de vivir juntos me dijo cuándo llegó del trabajo: “¿Sabes, sigo preguntándome porqué soportas a un anciano como yo?” “Tienes treinta y dos… no eres anciano…” Me atraían los hombres maduros. Me llamó la atención que fuera Agente Encubierto, porque eso significaba que era inteligente, exitoso, estable y era uno de los valores que yo tenía como prioridad. No tardé mucho en comprender las desventajas de lo que era vivir con un detective.
- Dijiste que estarías conmigo este fin de semana.
- Lo siento mucho…
- Bueno, mantendré tu cena caliente.
- No sé a qué hora Volveré…
- Es mejor meterlo al refrigerador.
- Okay… en fin…
Cuando vives con un oficial de policía que trabaja en homicidios te preocupas por él y pasas muchas noches sola porque él está cumpliendo con su deber. Pasé mucho tiempo sola en el apartamento. Para llenar mis días y noches vacías tomé un trabajo como mesera en una cadena de Restaurantes de pasta italiana. Al poco tiempo conecté bien con los compañeros en el trabajo. En una ocasión,
un hombre se me declaró. Me había pasado muchas veces que los hombres sin previo aviso se me insinuaran. No sé qué veían en mí, si ligereza u ocasión. - En serio, en serio… debo volver con mis clientes – le dije. - Yo soy un cliente…
- Disculpa, yo te atiendo… - intervino Dani, otro mesero. El hombre se alejó.
- Gracias por salvarme…
- Las veces que sea … - me dijo. Parecía que me cuidaba, me ayudaba y era muy amable conmigo.
Le conté que era de Santa Rosa de Cabal. Intimamos y le conté que estaría el fin de semana sola.
- Ya que estarás sola si quieres venir a mi apartamento…
Le hice una extraña cara. Me aclaró que no pretendía tener sexo conmigo:
- No… sólo Podemos comer una pizza, ver una película, pasar el rato.
Le di las Gracias pero le expliqué que Ruiz me llamaba en las noches. Noté que él parecía sentirse muy atraído por mí y yo estaba muy comprometida en mi relación. Entonces no le presté mucho cuidado.
A pesar de los momentos de soledad, el primer año y medio de relación pasó rápido. Un día llegó de repente.
-Hola… ¿Ruiz.. eres tú?
- Sí, Hola, Hola mi amor.
- Pensé que estabas en misión.
- Iba a hacerlo pero logré un par de días libres… Oye quiero decirte algo importante… no tengo treinta y dos años, tengo…cuarenta y dos… te mentí y lo lamento.
Pensaba… “¿ por qué me mentía, qué clase de inseguridad manejaba?”… - —Mira eso no importa, la edad es sólo un número… te amo, es… todo lo
que importa.
Él se arrodilló.
-Bueno en este caso…¿ te casarías conmigo? – dijo sacando mágicamente del lóbulo de la oreja un anillo perfectamente brillante con una traslucidez de perla.
- Sí, sí, sí, sí, claro que sí…
Aunque me tomó por sorpresa, yo ya había pensado lo suficiente en ello y no tenía dudas. Fue una noche de embriaguez excepcional y de pasión pródiga. Recuerdo no haber tenido una noche como esa en toda mi vida. Yo estaba muy feliz y ahora que mi compromiso era oficial me embaracé. Lo convencí de comprar una casa en Girardot, estaba muy segura de que no quería criar a mis hijos en Bogotá. Estaba bien para pasar la juventud, pero no para echar raíces. La primera vez que fui a Girardot Me encantó y recuerdo que sentí que cuando fuera a tener un hijo sería el lugar donde me establecería. El pidió sus cesantías y encargó a una inmobiliaria. Algún tiempo después estaba en el porche de una casa pintada de blanco, que alzaba su sombra a los pies de dos palmas, mirando a las montañas.
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Editado: 09.03.2023