Hace muchos años, en un reino muy lejano, vivía un rey viudo con sus queridos hijos los príncipes Luis, Jaime y Alberto. Los muchachos eran trillizos y se parecían muchísimo físicamente: los tres tenían los ojos de un azul casi violeta, la piel blanquísima, el cabello ondulado hasta los hombros, y una exquisita elegancia natural heredada de su madre. Desde su nacimiento habían recibido la misma educación e iguales privilegios, pero lo cierto es que aunque a simple vista solían confundirlos, en cuanto a forma de ser eran completamente distintos.
Luis era un joven un poco estirado, superficial y de gustos refinados que se preocupaba mucho por su aspecto. ¡Nada le gustaba más que vivir rodeado de lujos y adornarse con joyas, cuanto más grandes mejor! Jaime, en cambio, no concedía demasiada importancia a las cosas materiales; él era el típico bromista nato que irradiaba alegría a todas horas y que tenía como objetivo en la vida trabajar poco y divertirse mucho. Alberto, el tercer hermano, era el más tímido y tranquilo; apasionado del arte y la cultura, solía pasar las tardes escribiendo poemas, tocando el arpa o leyendo libros antiguos en la fastuosa biblioteca del palacio.
El día que cumplieron dieciocho años el monarca quiso hacerles un regalo muy especial, y por eso, después de un suculento desayuno en familia, los reunió en el salón donde se celebraban las audiencias y los actos más solemnes. Desde su trono de oro y terciopelo rojo miró feliz a los chicos que, situados de pie frente a él, se preguntaban por qué su padre les había convocado a esa hora tan temprana.
– Hijos míos, hoy es un día clave en vuestra vida. Parece que fue ayer cuando vinisteis al mundo y miraos ahora… ¡ya sois unos hombres hechos y derechos! El tiempo pasa volando ¿no es cierto?…
La emoción quebró su voz y tuvo que hacer una pequeña pausa antes de poder continuar su discurso.
– He de confesar que llevo meses pensando qué regalaros en esta importante ocasión y espero de corazón que os guste lo que he dispuesto para vosotros.
Cogió una pequeña caja de nácar que reposaba sobre la mesa que tenía a su lado y del interior sacó tres bolsitas de cuero atadas con un hilo dorado.
– ¡Acercaos y tomad una cada uno!
El viejo rey hizo el reparto y siguió hablando.
– Cada bolsa contiene cien monedas de oro. ¡Creo que es una cantidad suficiente para que os vayáis de viaje durante un mes! Ya sois adultos, así que tenéis libertad para hacer lo que os apetezca y gastaros el dinero como os venga en gana.
Los chicos se miraron estupefactos. Un mes para hacer lo que quisieran, como quisieran y donde quisieran… ¡y encima con todos los gastos pagados! Al escuchar la palabra ‘regalo’ habían imaginado una capa de gala o unos calzones de seda, pero para nada esta magnífica sorpresa.
– Mi única condición es que partáis este mediodía, así que id a preparar el equipaje mientras los criados ensillan los caballos. Dentro de treinta días, ni uno más ni uno menos, y exactamente a esta hora, nos reuniremos aquí y me contaréis vuestra experiencia ¿De acuerdo?
Los tres jóvenes, todavía desconcertados, dieron las gracias y un fuerte abrazo a su padre. Después, como flotando en una nube de felicidad, se fueron a sus aposentos con los bolsillos llenos y la cabeza rebosante de proyectos para las siguientes cuatro semanas.
Cuando el reloj marcó las doce en punto los príncipes abandonaron el palacio, decididos a disfrutar de un mes único e inolvidable. Como es obvio, cada uno tomó la dirección que se le antojó conforme a sus planes.
Luis decidió cabalgar hacia el Este porque allí se concentraban las familias nobles más ricas e influyentes y creyó que había llegado el momento de conocerlas. Jaime, como buen vividor que era, se fue directo al Sur en busca de sol y alegría. ¡Necesitaba juerga y sabía de sobra dónde encontrarla! A diferencia de sus hermanos, Alberto concluyó que lo mejor era no hacer planes y recorrer el reino sin un rumbo fijo, sin un destino en concreto al que dirigirse.
Un día tras otro las semanas fueron pasando hasta que por fin llegó el momento de regresar y presentarse en el salón del trono para dar cuentas al rey. Con diferencia de unos minutos los príncipes saludaron a su padre, quien les recibió con cariñoso achuchón.
– Sed bienvenidos, hijos míos. ¡No os imagináis lo mucho que os he echado de menos! Este castillo estaba tan vacío sin vosotros… ¿A qué esperáis para contarme vuestras aventuras? ¡Me tenéis en ascuas!
Luis estaba entusiasmado y deseando ser el primero en relatar su historia. Mirando a su padre y sus hermanos, se explayó:
– ¡La verdad es que yo he tenido un viaje magnífico! No tardé más de un par de jornadas en llegar a la ciudad más próspera del reino.
– ¡Caramba, eso es estupendo! ¿Y qué tal te recibieron?
– ¡Uy, maravillosamente! En cuanto se enteraron de mi presencia los aristócratas me agasajaron con desfiles, fuegos artificiales y todo tipo de festejos. Además, como es natural, el tiempo que permanecí allí me alojé en elegantes palacetes, degusté exquisitos manjares, y me presentaron a una hermosa y sofisticada duquesa que me robó el corazón…