Cuenta una antigua leyenda que hace muchos años los loros y las cacatúas, a pesar de ser parientes cercanos y vivir en el mismo bosque, se llevaban muy mal. Nadie recordaba el motivo causante del conflicto, pero el caso es que no se podían ni ver y a menudo surgían entre ellos discusiones y peleas muy desagradables.
Tan grave era el asunto que en cierta ocasión el líder de la gran familia de loros y el líder de la gran familia de cacatúas tomaron una decisión: dividir el territorio en dos. De común acuerdo, la parte norte del bosque se la quedaron los loros y la parte sur las cacatúas. Esto permitió a ambos bandos continuar con sus vidas ignorándose mutuamente, y lógicamente las riñas desaparecieron.
En ese tiempo, un joven loro verde de nuca amarilla decidió emprender un viaje de dos meses para ver algo de mundo. Deseoso de vivir aventuras planeó cruzar el bosque hasta divisar la playa, y una vez allí, decidir qué rumbo tomar. En su cabeza bullían varias ideas, pero la que más le apetecía era colarse en algún barco y navegar hacia un exótico y lejano destino.
El problema era que para llegar a la costa tenía que atravesar obligatoriamente la parte sur, y eso podía traerle graves consecuencias. Sopesó ventajas e inconvenientes y ganaron las ventajas por goleada, así que al final, optó por correr el riesgo.
Salió de su hogar una cálida mañana de verano, justo después de amanecer, y recorrió volando su querido bosque norte. Se dio cuenta de que había llegado a la frontera porque se topó con una kilométrica valla de madera. En ella había apuntalados varios carteles con grandes letras rojas que lanzaban un mensaje amenazante:
“ATENCIÓN LOROS: PROHIBIDO PASAR A LA ZONA SUR. RIESGO DE PRISIÓN”
De los nervios sus patitas empezaron a temblar como si fueran de gelatina. Respiró hondo y trató de relajarse girando el cuello en círculos y bebiendo un poco de la cantimplora. Cuando se sintió más tranquilo se secó el sudor de la frente con un pañuelo, comprobó que su brújula funcionaba, y dijo para sí:
– Me temo que aquí empieza la parte más complicada del viaje. Como ya es mediodía aprovecharé que todos los animales están comiendo en sus casas para superar este reto lo más rápido posible y sin hacer ruido.
El loro estaba en forma y saltó la valla con facilidad, pero una vez dentro de territorio extraño pensó que hacer la ruta volando le convertiría en un blanco fácil de detectar. Lo más seguro era ir a pie y utilizar las plantas para camuflarse a medida que avanzaba.
Esta parte del bosque le pareció más frondosa y mucho más silenciosa que la mitad norte, siempre repleta de loros venga a parlotear todo el santo día. Con cautela, anduvo durante un buen rato sin ver a nadie y sin percibir nada más que el sonido de sus pisadas sobre la crujiente hojarasca.
De repente, llegó a un riachuelo.
– ‘¡Qué bien! Con el calor que hace me vendrá de lujo mojarme un poco antes de continuar.’
Introdujo una patita en el agua, que por cierto estaba helada, y cuando iba a meter la otra notó que un escalofrío le recorría el espinazo. Su intuición le decía que alguien, oculto en algún lugar cercano, le observaba fijamente.
– ‘¡Oh, no, esto es el fin!… Como me haya pillado una cacatúa estoy perdido.’
¡¿Qué podía hacer?! Por desgracia, una sola cosa: enfrentarse a la situación de la forma más valiente y digna posible. Se giró muy despacio con las alas en alto, y preguntó:
– ¿Hay… hay alguien ahí?
Vio un matorral agitarse como un sonajero y, tras unos momentos cargados de tensión, contempló alucinado cómo de entre sus ramas salía un ave blanquísima que lucía un coqueto penacho amarillo en la cabeza. Nuestro amigo sintió que no había visto nada más bonito en su vida.
– ‘¡Oh, qué muchacha tan bella!… ¿Estaré soñando?’
Se quedó tan quieto y tan pasmado que fue ella la que tuvo que acercarse. Cuando estuvieron uno frente a otro, los dos jóvenes se miraron embelesados.
– Tú debes ser un loro verde de nuca amarilla, de esos que viven al otro lado de la valla ¿verdad?
El loro puso cara de tontorrón y afirmó:
– ¡Y tú eres una cacatúa galerita!… ¿Sabes que eres preciosa?
Ella también se ruborizó.
– Gracias, eres muy amable, pero ¿quieres explicarme por qué estás en nuestro bosque? Ya sabes que la ley nos prohíbe pisar vuestras tierras y a vosotros las nuestras.
El pobre sacudió la cabeza para volver a la realidad y se puso nervioso de nuevo.
– Lo sé, lo sé… Mi objetivo es alcanzar la playa antes del anochecer. Es arriesgado, pero si quiero viajar en barco tengo que pasar por aquí porque nuestra parte del bosque no tiene costa.
– ¡Pues has tenido suerte de encontrarte conmigo y no con un vigilante! Por las tardes suelen patrullar esta zona, así que como no te des prisa será cuestión de minutos que te pillen.