Adaptación de la fábula de Tomás de Iriarte
En una ciudad del sur de España había un caballero muy rico, riquísimo, que vivía rodeado de todos los lujos y comodidades que uno pueda imaginar. Sus negocios le permitían disfrutar de un montón de caprichos, como una casa rodeada de jardines y sirvientes que le hacían reverencias a todas horas. Poseía caballos, valiosas obras de arte y su mesa siempre estaba repleta de manjares y frutas exóticas venidas de los lugares más lejanos del mundo.
De todas las posesiones que tenía, había una por la que sentía especial cariño: una mona muy simpática que un amigo le había traído de África. Como era un hombre soltero y sin ocupaciones importantes, se dedicaba a cuidarla y a jugar con ella todo el día. La tenía tan consentida que la sentaba con él a la mesa, le desenredaba el pelo con peine de marfil y la dejaba dormir junto a la chimenea sobre cojines de seda ¡Ni la mismísima reina vivía mejor!
Por si esto fuera poco la monita era muy presumida, así que el amo a menudo le regalaba broches, lazos y todo tipo de adornos para que se sintiera la más guapa del mundo.
Cuenta la historia que un día de verano se fue de compras y apareció en la casa con un vestido ideal. Estaba confeccionado con telas de colores brillantes y tenía dos volantes de encaje que quitaban el hipo. La mona se lo puso entusiasmada y fue corriendo a verse en el espejo.
– ¡Oh, es increíble, pero qué requeteguapa estoy!
La muy coqueta se colocó sobre la cabeza un sombrerito de fieltro azul y se encontró tan, tan elegante, que pensó que todo el mundo tenía que verla. Por eso, sin pensar bien las consecuencias, tomó una alocada decisión: escaparse por la ventana esa misma noche y cruzar el estrecho de Gibraltar para llegar a África. Su destino era Tetuán, la tierra en la que había nacido y donde aún vivían sus familiares y amigos de la infancia.
Mientras se alejaba de su confortable vida, por su cabeza sólo rondaba un pensamiento:
– ¡Quiero que todos mis conocidos vean lo guapa y estilosa que soy! ¡Me lanzarán miles de piropos y seré la envidia de todas!
No se sabe muy bien cómo lo hizo, pero el caso es que al amanecer, la mona apareció por sorpresa ante todos sus congéneres. Como había imaginado, la rodearon boquiabiertos y ella se pavoneó de aquí para allá como si fuera un pavo real. Monas de todas las edades comenzaron a aplaudir y a exclamar admiradas.
– ¡Oh, qué guapa está!
– ¡Qué vestido tan bonito! ¡Debe ser carísimo!
– ¡Qué envidia!… ¡Nosotras desnudas y ella luciendo un atuendo digno de una princesa!
La orgullosa mona estaba encantada con el recibimiento. Notaba que había causado sensación y que hablaban de ella como si fuera alguien realmente importante ¡Escuchar continuos halagos le producía tanto placer!…
– Debe ser una mona muy famosa en España, porque esas ropas no las lleva cualquiera.
– Sí, seguro que sí… ¡Qué fina es y qué gracia tiene al andar!
– ¡Además tiene pinta de ser muy inteligente! ¡A lo mejor es la presidenta de España y nosotros sin enterarnos!
La fascinación que ejercía sobre todos era evidente porque incluso los machos del clan tampoco pudieron resistirse a sus encantos. De hecho uno de ellos, el mono más viejo y más sabio, tuvo una idea que quiso compartir con los demás. Se subió a una roca y alzó la voz.
– Como sabéis, hoy hemos tenido el honor de recibir a una miembro destacada de la comunidad que, por lo que se ve, ha llegado muy lejos en la vida. Mañana partiremos todos hacia el sur del continente y propongo que sea nuestra ilustre invitada quien dirija la expedición.
¡El aplauso fue unánime! ¡Qué idea tan buena! A nadie se le ocurría un candidato mejor para guiarles en un viaje tan largo y arriesgado.
Cuando amaneció, todas las familias de monos con sus crías a las espaldas iniciaron una larga caminata con la pizpireta mona al frente. Por supuesto tomó el mando encantada de ser la protagonista y les fue llevando por donde mejor le pareció: atravesó bosques, valles, desiertos, ríos y fangosos pantanos, pero lo único que consiguió, fue perderse. Su sentido de la orientación era nulo y no tenía ni idea de cómo llevar al grupo a su destino.
Lo que iba a ser un viaje de pocas horas se convirtió en un horrible periplo de una semana. Los pobres animales vagaron durante días de un lado a otro, sin comida, escasos de agua y con magulladuras por todo el cuerpo. Cuando por fin llegaron al sur de África, las familias estaban agotadas y con la sensación de que no habían perdido la vida de milagro.
El anciano mono, como líder que era, volvió a dirigirse a la manada.
– ¡Llegar hasta aquí casi nos cuesta un disgusto! Nos hemos dejado engatusar por la belleza y elegancia de esta mona en vez de por su experiencia. Dimos por sentado que, como era una mona distinguida, también era una mona inteligente. De todo esto, debemos sacar una enseñanza: las apariencias engañan y al final, siempre se descubre lo que uno es en realidad.