Adaptación de la leyenda popular de Noruega
Una antigua leyenda de Noruega nos cuenta por qué el agua del océano es salada ¿Queréis conocer la historia?…
Parece ser que hace muchísimos años, vivía en el norte de Europa un hombre que se dedicaba a recorrer el mundo en su viejo barco. Era un capitán valiente y acostumbrado a vencer las más temibles tempestades, pero por lo visto, también muy ambicioso: le encantaba amasar dinero y ganar cuanto más mejor.
Surcaba los mares transportando mercancías que luego vendía en diferentes puertos del mundo. Si cerraba un buen trato, pagaba a los marineros de su tripulación lo que les correspondía, guardaba sus propias ganancias a buen recaudo en su camarote, y silbando de alegría agarraba el timón para dirigirse a un nuevo destino.
En una ocasión, llegó a un importante puerto de Noruega donde multitud de comerciantes vendían el pescado fresco recién capturado. Al capitán le dio buena espina ver tanto bullicio y se acercó a la lonja deseando hacer un negocio redondo.
Mientras paseaba por allí, observó que un anciano de barba blanca y sombrero de lana calado hasta las orejas, ofrecía unos enormes bloques de sal. Inmediatamente se acercó, y como no eran demasiado caros, los compró todos. Pesaban mucho y tenía claro que tardaría al menos un par de horas en trasladarlos hasta su embarcación, pero le daba igual: el esfuerzo bien merecía la pena porque sabía que en otros países, le comprarían esa sal a precio de oro.
Anochecía cuando soltó amarras y, junto a su tripulación, viró el barco rumbo al sur. Las estrellas le servían de guía y el mar estaba en calma como una balsa de aceite. Parecía una noche perfecta, pero súbitamente, aparecieron unos enormes nubarrones y estalló una terrible tormenta. La lluvia empezó a inundar el barco y la fuerza de las olas casi les impide mantener el barco a flote.
Por suerte, consiguieron navegar hasta una pequeña isla con la intención de guarecerse hasta que la tormenta amainara. Nunca imaginaron lo que iban a encontrarse allí.
El capitán y los marineros atravesaron la playa y se adentraron en la zona de bosque buscando una cueva. De pronto, escucharon un misterioso sonido y se escondieron tras una roca. Lo que vieron fue algo realmente extraño: en un claro entre la tupida vegetación, un mago manejaba una máquina rarísima que jamás habían visto. Se fijaron bien y descubrieron de qué se trataba: ¡Era un artilugio que trituraba piedras sin que hiciera falta tocarlo! Lo único que hacía el mago para que se pusiera en funcionamiento era decir:
– ¡Muele que te muele! ¡Muele que te muele! ¡Muele que te muele!
¡Los hombres no podían creer lo que estaban viendo! Habían contemplado muchas cosas insólitas en sus viajes por el mundo, pero nunca un artefacto mágico que trabajaba cuando una voz se lo ordenaba.
El capitán, por supuesto, se empeñó en que ese molino tenía que ser suyo. Puso un dedo sobre sus labios para indicar a los hombres que se mantuvieran en silencio y les pidió que no movieran ni un músculo del cuerpo para no ser descubiertos.
Durante un buen rato, el grupo permaneció quieto, observando… La espera se hizo eterna. Finalmente, el hechicero acabó de moler la piedra, cogió el saco y se fue.
¡Había llegado el momento! El capitán y los marineros se abalanzaron sobre el molino para robarlo y lo transportaron sigilosamente hasta el barco. El sol volvía a lucir en lo alto y pudieron salir zumbando de aquella ínsula.
Nada más alejarse de la costa, el capitán se puso manos a la obra ¡Tenía muy claro cómo sacarle provecho al molinillo! Se dio cuenta de que podía moler los gigantescos bloques de sal que había comprado en el puerto de Noruega y venderla en sacos pequeños. Definitivamente, se haría muy rico.
Colocaron la máquina en la bodega y metieron dentro los bloques de sal. Terminada la complicada operación, el capitán mandó salir a todo el mundo para quedarse a solas y comenzó a gritar:
– ¡Muele que te muele! ¡Muele que te muele! ¡Muele que te muele!
Como esperaba, los grandes bloques empezaron a desmenuzarse convirtiéndose en millones de granos finos, más pequeños incluso que los de la arena de la playa.
Todo iba sobre ruedas, pero el capitán no tuvo en cuenta la potencia de la máquina y en cuestión de minutos la sal comenzó a esparcirse, salió por la puerta e invadió la cubierta de la nave. Asustadísimo, quiso parar el molino, pero no pudo y se encontró con una situación descontrolada.
La sal se desparramaba por todas partes y estaba a punto de llegar a la cima del mástil que sostenía la bandera. Por si esto fuera poco, debido al peso, el barco comenzó a hundirse. A los desesperados marineros y al capitán no les quedó más remedio que saltar al agua para intentar salvar sus vidas.
Por suerte, consiguieron llegar a nado hasta la costa más cercana. Desde allí, agotados por el esfuerzo, contemplaron con tristeza cómo el barco desaparecía para siempre bajo el profundo y oscuro océano.