Cuentos cortos

Locos ansiosos por la dama

Oigo silbar alegre a mi vecina. Es extraño, siempre fue una mujer amarga.

—Buenos días, ¿listo para la noche? —pregunta apenas me ve salir de mi apartamento.

Miro el piso reluciente, su humor es tan bueno que hasta limpió mi entrada.

—¿Qué pasará esta noche? —pregunto con una sonrisa torpe, me perturba su mirada insistente.

—Ella vendrá, después de tanto tiempo vendrá —sonríe ilusionada. Abraza el cepillo y mira por la ventana sin dejar de estirar sus comisuras.

Aprovecho para huir escurrido por la escalera. Eso me generó un extraño escalofrío. Salgo del edificio con cierta prisa, de seguro llegaré tarde para mi cita. Tres niños chocan contra mí. Rien traviesos y murmuran entre sí las ansias porque llegue la noche. Ni siquiera se han disculpado. Recojo mi bolso, escucho a las vecinas hablar emocionadas. Otra vez, ansiosas por la noche, ¿pero qué le pasa a la gente hoy? No veo ningún cartel llamativo por las calles. El último circo en la ciudad fue hace meses, y era imposible no enterarse del evento, las publicidades estaban servidas como servilletas en los cafés.

Entro al local. Las miradas que veo no se enfocan en ningún lado, solo sonríen y esperan atentos. Me presiona la ansiedad que me generan estas personas, parecen hipnotizadas, embobadas. Espero que mi cita no tarde mucho en llegar. Golpeo los dedos en secuencia contra la madera. Me siento inquieto y ansioso porque llegue la noche.

Cae la noche. Mi cita no llegó, es extraño, mi hermana nunca me dejaría plantado. Salgo del local, el dueño parece apresurado por cerrar. Miro las calles abarrotadas. Caminan hacia la misma dirección. Los negocios cierran sus puertas, y salen inquietos por unirse a la marcha. No debería, pero necesito saber a dónde lleva. Todos miran una misma dirección, y no dejan de sonreír. Siento un gran escalofrío, cada paso que doy se marca como punzada en mi pecho.

Se detienen en una calle, bastante amplia y oscura. La ciudad está iluminada, pero los reflejos no llegan a esta área. Aún puedo ver, por la poca luz que queda del sol. Me adelanto entre la gente. Tengo una extraña sensación de irrealidad. Los sonidos del galopar de varios caballos me detienen incrédulo. La figura del carruaje se hace real a medida que sale de la niebla repentina.

—¡La dama! —avivan todos.

Se abre la puerta, deja un silencio sepulcral en los videntes.

Mi corazón late lleno de miedo, las gotas frías se deslizan por mi piel. De pronto ocurre, se mueve, es real, una sombra esbelta se asoma. Lleva cuernos, altos y alargados. Con cada paso que da su imagen toma color. Arrastra su vestido entre todos, la dejan pasar. Pero nadie habla, nadie puede. Su piel es blanca, su cabello brilla como la luna. Se detiene. Lleva una máscara gris, le hace cargar esos cuernos astillados sobre su cabeza. Gira su rostro hacia mí y sonríe complacida.

—Todavía queda uno despierto —susurra, su voz es pesada y me hace sentir que corta mi alma—. No importa cuántas preguntas hagas, no tardará en caer. —Se acerca—. Humanos ingratos —grita—, su señor llora por ustedes. —Ríe—. La fe es ciega, no la entienden, prefieren lo que se ve, aunque eso les consuma —sonríe de nuevo.

Estira sus brazos, saborea la adulación de los oyentes. Miro preocupado a mi alrededor, la gente se marchita, y mi piel, no tarda en unirse. Mi espíritu se fragmenta, ahora le pertenece.




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