Había sido un día muy largo. Lo único que quería Mateo en ese momento era llegar a casa, ponerse el pijama y acostarse junto a su mujer, la cual ya estaría en la cama durmiendo. Pero el subir del ascensor se hacía eterno. Hasta que finalmente se detuvo, al igual que su calma.
Aún no se habían acabado de abrir las puertas de aquel trasto, cuando vio que la puerta de su casa estaba abierta ―En ese momento, cualquier rastro de cansancio o sueño parecían haber desaparecido, dejando lugar únicamente a la preocupación y el miedo―. Corrió lo más rápido que pudo hasta el interior de lo que daba por hecho que era un lugar seguro y, sin pensárselo dos veces, fue en busca de su mujer.
―¡Sara! ―gritaba mientras recorría el estrecho pasillo.
Aún no había llegado a la habitación cuando se percató de que unos ruidos muy extraños salían del estudio. Como si alguien estuviera desmontando el orden en busca de algo. Pero con la única idea de buscar a su mujer, lo ignoró y fue a por ella.
Abrió lo más rápido que pudo la puerta, encontrando a su mujer tumbada en la cama, como si aquel desmadre fuera imperceptible para ella.
―Sara, tenemos que irnos ―dijo tratando de despertarla.
Entonces, mientras sus actos resultaban inútiles, otro ruido se oía de otra habitación. Era el baño de su dormitorio.
Paralizado por el miedo, era incapaz de apartar la mirada de la puerta del baño, esperando a ver que salía de ella. Y entonces, mientras la puerta se abría lentamente, una voz salió del cuarto.
―Mateo, ¿eres tú? ―preguntaba su mujer desde la puerta.
Con los ojos más abiertos que hubiera puesto nunca, miró hacia lo que creía que era su mujer, encontrándose con la sonrisa más sádica y sobrenatural que pudiera imaginar, observándolo.
Editado: 16.02.2024