Su hijo yacía entre mortajas blancas. Su aspecto era el de alguien muerto hace poco. Demacrado, con los ojos hundidos y la piel amoratada. Su rostro estaba perlado de sangre.
La mujer lanzó un chillido de angustia.
―¡Nooo! ―gritó.
El niño abrió los ojos. El dolor se reflejaba en sus pupilas negras.
¡Estaba vivo!
―¡Mamá! ―Chilló.
―¡Hijo! ¡Ya voy!
―¡Mamá!
Las mortajas empezaron a agitarse. Primero como si el viento las moviera, después, como si tuvieran vida propia. ¡Tenían vida propia! Lentamente empezaron a envolver al niño, a aprisionarlo. La mujer corría gritando, llorando desconsolada y aterrada, pero su hijo seguía a una distancia insalvable.
―¡Mamá! ―Volvió a gritar. Las mortajas casi terminaban de envolverlo. Sabía que cuando terminaran sería el fin―. ¡Mamá!
Las mortajas lo envolvieron y el demacrado rostro de su hijo desapareció.
La mujer se soltó a llorar y gritar.
*****
Despertó gritando y llorando. ¡Una pesadilla! Siguió llorando de alivio.
La puerta de la recámara estaba abierta. En el vano estaba de pie una figura pequeña. Por la oscuridad no distinguía sus facciones, pero sabía que era su hijo.
―Mamá ―dijo la sombra, como para confirmar.
―¡Hijo! ―La voz de la mujer estaba quebrada por terror experimentado en la pesadilla, y por el alivio.
―Mamá.
―Ya voy cariño.
La mujer se levantó. Su hijo la llamaba.
Al otro lado de la cama, su esposo, que acaba de despertar, se apoyó en los codos.
―¿Qué haces, cariño? ―preguntó.
―Mi hijo me necesita. Está en la puerta, ¿no lo ves?
Su esposo la miró con preocupación.
―Cariño, enterramos a nuestro hijo hace tres días.
La mujer lo recordó todo de golpe. Sin embargo, la pequeña sombra seguía allí.
Y la llamaba.