Encontré al hombre en un callejón oscuro, junto a unos contenedores de basura. Ya era de madrugada y todo estaba muy frío. La sangre del hombre todavía estaba caliente. Las tripas me rugieron por enésima vez. Hacía muchos días que no comía más que trozos de fruta podrida que iba encontrando en mi interminable deambular.
El hombre abrió los ojos cuando me arrodillé a su lado.
―¡Ayuda! ―musitó.
A la escasa luz de la luna, la sangre parecía negra. Tenía rajado el vientre y el olor a mierda predominaba en el lugar.
―Me atacaron ―continuó el hombre. Le costaba un mundo articular palabra―. Eran dos. Me robaron y… y… y me mataron.
El hombre tenía razón. Estaba muerto. Nadie sobrevivía a una herida como aquélla.
Mis tripas rugieron de nuevo.
―Tranquilo ―le dije.
El hombre fijó sus ojos acuosos en mi mirada. No miró el cuchillo con el que le seccioné el cuello. La sangre gorgoteó cuando empezó a manar.
Me aseguré de que estaba muerto.
Después saqué una bolsita de plástico y empecé a cortar. Mis tripas empezaron una fiesta en el estómago. La boca me empezó a salivar.
El hambre es canija. Y yo tenía muchos días sin comer.
Esa fue la primera vez que comí carne humana.