Estaba en la cocina asando una loncha de carne cuando escuché el ruido. Fue un golpe sordo, como de algo que cae en el suelo.
Dejé la carne en la parrilla y corrí al cobertizo ubicado en la parte trasera de la casa. El ruido me puso nervioso. No es común que yo tenga miedo, pero en ese momento lo tenía. No es un ruido que esté acostumbrado a oír. No en el cobertizo. No a menos que sea yo quien lo provoque.
Abrí la puerta de un empujón después de retirar la cadena que la mantenía cerrada. Horrorizado vi que la ventana de la pared posterior estaba abierta, y debajo de ésta, el cuerpo inerte y ensangrentado de una niña de rubios cabellos. Reculé aterrado. ¡Sólo uno! ¿Y el del niño?
Por la ventana miré que la maleza se movía. El muy cabrón no estaba muerto. Había saltado por la ventana. Me tiré de los cabellos, encolerizado conmigo mismo. Era la primera vez que me sucedía. Es decir, era la primera vez que daba a uno por muerto cuando en realidad está vivo.
Le di una patada a la chiquilla muerta, fruto de una rabieta, y después salté por la ventana, a por ese cabrón. Cuando lo coja, haré que su muerte sea lenta y dolorosa.
De mí nadie escapa.