Era una parte solitaria del lago, una parte a la que casi nadie iba. Por eso fue que me sorprendió ver a un niño allí. Estaba de espaldas, las piernas sumergidas en el agua, los hombros encogidos en gesto de abatimiento. Pensé que estaba triste por algo. Así que me acerqué para ver que le ocurría.
El niño se volvió al oír mis pisadas que se acercaban. La sonrisa que me dirigió era de infinita tristeza, de desolación. Sus ojos, grandes y negros, reflejaban lo mismo que su sonrisa. Me sentí conmovido.
―¿Qué haces aquí tan solo, pequeño? ―le pregunté, agachándome a su lado.
―Me perdí ―respondió, casi a punto de echarse a llorar―. Y me sucedió algo terrible. ¿Me ayudas a salir del agua? ―Tendió sus manitas de niño hacia mí, suplicante.
―Ven aquí, yo te ayudo. ―Lo cogí por las axilas y empecé a izarlo―. Y no te preocupes, yo te llevo a casa. ―Lo alcé, lo abracé por la espalda con una mano y quise tomar sus piernecitas con la otra, ¡pero no toqué nada!
Aterrado miré que el niño no tenía piernas, estaba cortado justo a la altura de la cintura. Jirones de carne blancuzca le colgaban como péndulos. Grité. ¡Vaya que grité! Y mientras gritaba caí al suelo. ¿Tan grande había sido el susto que se me aguadaron las piernas? Y entonces, ¡Oh, horror!, me di cuenta que quien no tiene piernas soy yo. El niño, como nuevo, se pone de pie. Su mirada sigue siendo de tristeza, pero también puedo observar alivio.
―Lo siento ―musita―. Debes meterte en el agua y esperar que alguien te saque. Sólo así se romperá el hechizo. ―Y, saltando con sus piececitos de niño, se marcha.
Un rato después, ya más resignado, me meto al agua y empieza mi espera.