La tormenta afuera era atronadora, demencial. Los truenos retumbaban con fuerza en los cielos y los relámpagos convertían la noche en día con asiduidad. Matías no les tenía miedo a tales fenómenos de la naturaleza, pero tenía que admitir que esa noche había algo diferente, y no por primera vez se preguntó qué hacía viviendo tan lejos del poblado más cercano.
Se asomó a la ventana por enésima vez, casi como si esperara ver algo raro afuera. Que esperara ver algo era una cosa, que en efecto la viera, otra muy distinta. De manera que cuando vio a la niña de rodillas frente la verja de la cerca de su jardín, se llevó una impresión como pocas. Pese a lo ruidoso de la tormenta, escuchó la voz suplicante de la jovencita.
―¡Ayuda! ―gimió.
¿Qué hacía una niña, a tan altas horas de la noche, tan lejos del pueblo?
―¡Ayuda! ―repitió la súplica la niña.
La puerta del jardín estaba a unos diez metros de la ventana desde la que miraba Matías, de modo que cuando un relámpago iluminó la noche, pudo hacerse una idea precisa del aspecto y condición de la muchacha. Era una niña de no más de diez años, con el cabello color paja pegado al cuero cabelludo y al rostro. Su rostro era blanco, demasiado quizá, casi del mismo color que su impoluto vestido, que seguro la misma lluvia le había limpiado. Pero lo que más atrajo su atención fue su cuerpo delgado y los dos limoncitos de sus pechos, sus ojos grandes y expresivos y sus labios rosados y carnosos. Matías decidió ayudarla, y no por solidaridad precisamente.
Cuando salió alumbrándose con una lámpara de gas, el perro, atado a un poste cerca de la puerta, empezó a ladrar, pero Matías lo hizo callar con autoridad. El perro se quedó gimiendo, con el rabo entre las piernas.
―Señor, ayúdeme ―suplicó la muchacha cuando Matías se plantó frente a ella. A la luz de la lámpara la miró de nuevo, y lo que vio le gustó.
―Ven, entra ―le dijo con amabilidad. Le tendió la mano y la llevó al interior de la vivienda. Era una niñita preciosa, aunque se estaba helando a juzgar por el gélido contacto de su manita. Ya se encargaría él de hacerla entrar en calor―. Estoy preparando el té, ¿quieres un poco?
―Sí, muchas gracias, señor. Agradecería algo caliente.
«Yo también ―pensó mientras se relamía en la mente― y no sabes cuánto.»
―¿Qué hacías por aquí, muchacha? No es lugar para alguien tan pequeña. ―Le dio la espalda mientras avivaba el fuego del hogar.
―Tengo hambre. Hace días que no como. Salí a buscar comida, pero me atrapó la tormenta.
―Aquí tendrás toca la comida que quieras, y más, de eso no me falta. ―Se pasó deliberadamente la mano en la parte delantera de los pantalones. La niña no se inmutó. Cogió una toalla que había por allí y se la tiró―. Estás empapada, quítate ese vestido y sécate. ―«Y así podré ver que tan formada estás ya.»
―¿Hay algún lugar donde pueda hacerlo en privado?
―Aquí estará bien. ―«Sí tienes algo de entendimiento, sabrás que te conviene hacer lo que digo.»
―¡Pero usted me verá! Será muy incómodo.
―Tendrás que superar esa incomodidad.
―Está bien. ―Se desabrochó los botones de atrás y sonrió a Matías―: Lo de la incomodidad lo decía por usted.
El vestido cayó al suelo, y con él el cabello y la piel pálida, los labios carnosos y los limoncitos que eran sus pechos. Ante el aterrado Matías quedó un ser desgarbado, de largas piernas y largos brazos, piel viscosa y un rostro semejante a una serpiente. Por la boca asomó una lengua bífida.
―Le dije que iba a ser muy incómodo ―concluyó la criatura.
Matías soltó un grito al tiempo que su vejiga reventaba humedeciéndole los pantalones. La criatura se abalanzó sobre él. Una cosa era cierta: había salido porque tenía mucha hambre. Esa noche se dio un festín.