Cuentos cortos de terror

Premonición

Empezó un martes cualquiera, mientras volvían del supermercado que quedaba cerca de casa. La madre cargaba dos grandes bolsas de nylon, y la pequeña (de sólo cuatro años) la ayudaba con una versión en miniatura de las que traía la madre. De pronto, sin aviso previo, la niña empezó a gritar y a llorar. Y no lloró como una niña a la que se le cae un dulce o a la que regañan por alguna travesura; no, lloró y gritó con toda la fuerza de sus pulmones, como si le desgarraran el alma, como si fuera testigo de algo demasiado aterrador. La bolsita de nylon se escurrió de sus dedos y las golosinas se esparcieron en el piso de la acera. Los gritos llamaron la atención del resto de peatones que los miraban extrañados.

―Mi amor, ¿qué tienes? ―preguntó la madre― ¿es por la bolsa? Ahora recojo todo.

Por toda respuesta, la niña señaló a un hombre de camisa azul a cuadros que caminaba delante de ellos.

―¡Me da miedo! ―dijo entre sollozos e hipidos.

«¿Miedo?» La madre observó al hombre: sólo le veía la espalda, pero no parecía diferente al resto de la gente.

―¿Qué ocurre con él, preciosa? A mí me parece de lo más normal.

―¡Sangre! Está cubierto de sangre. Y la cabeza… ―se echó a llorar otra vez.

La madre la abrazó y trató de calmarla. No entendía qué ocurría, excepto que su niña estaba asustada y la necesitaba.

Sólo oyó el chillido de unas llantas al arrastrarse por el pavimento, después el golpe y por último un grito. El resto de la gente también gritó, pero el primero fue el que hizo que la pequeña se sacudiera en espasmos y llorara aún más fuerte.

En la esquina siguiente había ocurrido un accidente. Atrapado, entre un coche y un camión de reparto, estaba el hombre de la camisa azul a cuadros, cubierto de sangre, la cabeza reventada por la presión. Ella también se echó a llorar y abrazó a su hija.

*****

Había transcurrido un mes desde aquel brutal accidente. La madre casi se había olvidado de la fatídica visión de su pequeña, hasta que, paseando cierto día en un centro comercial, la niña empezó a llorar de forma aguda y estridente. La mente de la madre regresó un mes, a aquel día en que había llorado de forma similar sin motivo aparente.

―¡Oh, por Dios! ¿Y ahora qué?

―Mira a ese hombre, tiene agujeros en el cuerpo.

El hombre en cuestión, un joven con algunos tatuajes en los brazos y el cuello, pasó impasible ante ellos, sin fijarse en la niña que con ojos aterrorizados lo señalaba. La madre abrazó a la pequeña, pensando que algo malo ocurriría de pronto. Pero nada pasó, la niña se calmó y regresaron a casa.

Esa noche, se acomodó en el sillón junto a su esposo para ver las noticias. Reconoció al joven de los tatuajes tirado en la bocacalle de un callejón. Lo habían abatido a disparos.

*****

Semanas después, estaba tratando de dibujar algo con la niña, cuando esta empezó a llorar. La niña lloraba a diario, pero no con aquel llanto característico al que tanto miedo le había cogido su madre. En el cuarto no estaban más que ella y su hija. El miedo le atenazó las entrañas, creyó que con su vocecita le diría que estaba cubierta de sangre. Sin embargo, la niña se echó a correr, rumbo a su cuarto a cubrirse con las sábanas.

―¿Qué pasa, amor? ―gritó la madre antes de que terminara de alejarse.

―¡Papito! ¡Mi pobre, papito!

Fue como si le echaran un balde agua fría, casi sintió los témpanos de hielo resbalar por su espalda. No tuvo tiempo de pensar en la significación de las palabras de la niña pues el teléfono de la sala empezó a sonar.

Sus pies eran gelatina mientras iba a contestar. Tenía un miedo atroz. Su respiración era casi inexistente y sintió la frente perlarse de sudor.

―¿Señora Rivas?

―Sí.

―Lamentamos darle tan malas noticias, pero es nuestro deber informarle que su esposo sufrió un accidente en el lugar de trabajo. Lamentamos comunicarle que ha fallecido.

Arriba, el llanto y los gritos de la niña se intensificaron. Los de la mujer, pronto se unieron a los primeros.




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