Cuentos cortos de terror

La corriente

La tormenta durante la noche y buena parte del día había sido torrencial. Nunca antes se había visto algo así en mi pueblo. Hasta ese día era algo impensable. El río, que discurría plácidamente a un costado del pueblo, estaba convertido en un aluvión de agua chocolatada, que arrastraba árboles, tierra y todo lo que se interpusiera a su paso. Las casas más cercanas al río se habían salvado por un pelito.

Por lo demás, el asunto no había pasado a mayores, a excepción de algunas casas que habían perdido un par de láminas, o de la ropa en las cuerdas que había salido volando. La gente tenía miedo que la lluvia continuara esa noche; de hacerlo, el riesgo de inundación era muy alto.

Me había alejado un poco del pueblo, hacia el sur, siguiendo de cerca el curso del río, para ver un poco de los estragos que la naturaleza había provocado por allí. Me encontré con árboles caídos; otros habían sido arrancados a medias y otros tenían las ramas desgajadas. Pero por allí no vivía nadie, así que pensé que no era nada importante.

Entonces escuché el grito. Era una voz, una voz femenina pidiendo ayuda. Comprendí enseguida que alguien había caído al río. Me guie por los gritos para llegar hasta su procedencia, sin dejar de gritar que ya iba.

Un enorme cedro había caído desde el bosque, pero era tal su tamaño que la mitad cayó en las turbulentas aguas del río; casi toda la copa y parte del tallo. El árbol se mantenía firme pese a la fuerza de la corriente, sus ramas se agitaban como palillos, y con ellas, la chica que gritaba y se sujetaba como un gato a una de las ramas.

―¡Tranquila, ya voy! ―grité. Ella siguió gritando. Sólo que esta vez gritaba que me diera prisa.

Sabía lo peligroso que era jugar al superhéroe, una caída podía ser mi final. Pero mi deber como buen vecino era ayudar a la joven que moriría si no la auxiliaba. Así que me encaramé sobre el grueso tronco y caminé sobre él para llegar a la copa. Él árbol no se movía, pero podía sentir en mis pies la vibración de la furiosa corriente.

Alcancé la copa y me desvié por la rama que me llevaría hasta la joven. Caminé sobre una rama y me sujeté de otra que pasaba sobre mi cabeza. La de mis pies se agitaba con violencia, cada vez más a medida que se hacía más delgada. Hasta que llegué a donde la joven. Me detuve a dos metros de la parte que rodeaba con sus brazos.

¡La conocía!

―¡Ayúdame! ¡Date prisa! ¡Sácame de aquí, ya!

Ni en peligro de muerte se desligaba de la prepotencia. Era hija del hombre más rico de la ciudad, y como tal actuaba. Tenía su club de admiradores, como era de esperar, pero los demás la odiábamos. Una vez había humillado tanto a mi novia que la pobre pasó una hora llorando. Y juré que un día me las iba a pagar. Era esa mi oportunidad.

―¡Ayúdame! ―repitió, su voz más suplicante. Noté que me reconoció―. Te daré lo que quieras, pero sácame de aquí.

―¿Lo que quiera?

―Sí ―lo que quieras―. Dinero, mi auto, otra cosa, tú pide.

―¿Cómo terminaste aquí?

―Me tiraron del puente. ¡Unos malditos me tiraron para que muriera!

«Y cuando salgas los harás pagar, esa me la sé.» Pero no podía dejarla morir, por muy mala persona que fuera.

―Has sido mala persona ―dije.

Ella debió pensar que la estaba amenazando o que la dejaría morir porque empezó a suplicar con más ahínco.

―No, por favor. Ayúdame. Te daré lo que quieras, lo prometo. Te… te pagaré con mi cuerpo.

―Has sido mala persona ―repetí―. Pero creo que todos merecemos una segunda oportunidad.

Sonrió. Me acerqué y le tendí mi pie. Soltó un brazo para cogerse, fue cuando la golpeé en el pecho. No terminó de gritar porque el agua le llenó la boca. Pronto desapareció en la tumultuosa corriente. «No debiste intentar comprarme con tu cuerpo», pensé.

―Todos merecemos una segunda oportunidad ―dije a la nada―. Pero tú ya habías tenido demasiadas.

En fin, no se podría decir que la crecida del río no se cobró alguna víctima.




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