Cuentos cortos de terror

El sótano

Estaba de pie ante las escaleras, justo en la boca del agujero. Sentía gotas de sudor en la frente y en las sienes; el miedo se le enroscaba como una serpiente. No era de noche, es más, afuera el sol brillaba con fuerza, pero hacia abajo sólo se veía negrura. No iba a bajar, no podía. El monstruo del sótano lo atraparía si descendía. Y si lo atrapaba, sólo Dios sabía lo que le haría.

―¿Qué esperas? ―gritó su madre desde la cocina―. Date prisa o no hay trato.

Lo había mandado a buscar un frasco de cola, que estaba en un estante al pie de las escaleras, según le dijo. Lo quería para pegar un jarrón que él mismo había tirado por accidente hacía no mucho rato. Sabía de su miedo al sótano. Por eso lo había enviado. Si bajaba, le dijo, no lo castigaría por lo del jarrón, es más, lo premiaría con una salida al cine.

Eran un buen trato. No obstante, hacer la parte que le tocaba a él, esa era la parte difícil. La boca del sótano continuaba allí, invariable en su lúgubre y ominoso aspecto. Abajo, allá donde la luz de arriba ya no alcanzaba, parecía que se movía algo. «¡El monstruo!» Y él sin luz para mirar desde allí. Su madre no lo había permitido. Tenía que llegar hasta el apagador de abajo para tener luz.

―¿Ya bajaste?

Puso el pie izquierdo en el primer escalón, y el derecho en el segundo. Lo afirmó en el escalón porque el pie temblaba cobarde, no fuera ser que lo traicionara y lo enviara directo a las fauces del monstruo. Eran quince escalones, quince pequeños pasos. Fáciles de descender en apariencia, pero no para él.

Al final llegó abajo, pero requirió de todo su valor y fuerza de voluntad. Cuando la luz se terminó en el séptimo escalón, bajó casi corriendo, sin pensar mucho que iba a su muerte, pues sabía que, si se lo tomaba con calma, el valor lo abandonaría y subiría.

Encontró el apagador y llenó el sótano de una luz amarillenta, opaca, donde las motas de polvo flotaban como pequeños bichos. Pero no había monstruo. Al menos todavía no. Casi corrió al anaquel que había indicado su madre y empezó a buscar con prisas, las manos temblorosas. Halló el frasquito blanco con la etiqueta roja que indicaba que era el indicado y se giró.

Algo se movió a su izquierda y el corazón casi se le detiene. Algo se movía. Pero no era un monstruo como había temido, sino una brazada de nylon que pendía de un viejo clavo herrumbroso. No se detuvo a sentirse aliviado. Apagó las luces y corrió escaleras arriba, sabedor de que no estaría a salvo hasta que ganara el último escalón.

La sensación de que algo lo seguía lo acompañó en su ascenso. Casi oía el ruido de pisadas. Más no volvió la vista. Todo su valor se había quedado en el descenso. Hasta que por fin ganó la superficie. Salió y cerró la trampilla de un portazo. Llevó el frasco de cola a su madre, todavía recuperándose del susto.

La mujer le sonrió con afecto, orgullosa.

Más tarde lo mandó a devolver el frasco de cola al estante. En otra ocasión lo envió a buscar una caja de clavos; otra, un bote de pintura para retocar una pared… Hasta que llegó a perderle el miedo al sótano.




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