Para llegar a la puerta de la casa, había que subir dos escalones de tosco cemento. En el primero, la mancha roja no era más grande que su pequeño puño; en el segundo, la mancha roja alcanzaba las dimensiones del balón con el que jugaba su hermanito menor. Hasta ese momento aún estaba medio dormida, pero la sangre la despertó con súbito terror. El Sr. Tuff (su osito de peluche) tembló en su mano, se lo llevó al pecho y lo abrazó con fuerza, para que alejara los terrores de la noche, como hacía cada que tenía miedo.
Pero esta vez, el miedo continuó allí. Tenía miedo de la sangre en los escalones, tenía miedo de la gran luna que alumbraba todo con brillo argénteo, tenía miedo por su papito y su hermanito en su habitación, dentro de la casa. Tenía miedo por ella, porque no sabía qué hacía allí, cómo había llegado, ni por qué. Tenía un miedo sobrecogedor. Tenía la horrible certeza de que cuando entrara en la casa se iba a topar con algo desagradable. Muy desagradable.
El frío afuera mordía como cuchillo. Había una fina capa de nieve por todo el patio, y si uno aguzaba la vista, podía ver que, siguiendo una línea de pequeñas marcas (¿eran pies?), parte de la nieve se había puesto rosa al fundirse con goterones de sangre. Y ella sólo llevaba puesto un pequeño camisón blanco, el frío la atería con dientes de hielo.
¿Blanco? No, no era blanco, lo miró y su miedo alcanzó grados inhumanos. Estaba manchado de sangre. ¡Su linda bata estaba manchada de sangre! ¡Por la Santa Virgen! ¿Por qué ella tenía sangre en su linda bata? Pero no era sólo la bata, también sus manos, hasta el Sr. Tuff, allí donde lo había manchado al abrazarlo.
Del cuchillo todavía caían gotas de sangre. «¿Cuchillo?» Lo dejó caer, temblando. Por qué tenía ella un cuchillo en la mano. ¡Y qué grande era! En sus pequeñas manos había semejado una espada. ¿Una espada?, ¿Y para qué se usan las espadas? ¡Matar, matar! ¡No, no, no! ¿Qué había hecho? Poco a poco, los recuerdos empezaban a llenar las lagunas de su mente. Pero no podía ser verdad, tenía que ser mentira. Tenía que comprobarlo, iba a comprobarlo.
Ascendió los escalones con las piernas temblorosas. Como sospechaba, la puerta estaba entreabierta, la abrió de un empujón, demasiado asustada para andarse con tiento. La luz plateada de la luna iluminó una escena de pesadilla ¡Era verdad! Los recuerdos no mentían. Sobre un mueble había una pierna, más allá había un torso, y la cabeza estaba cerca de la puerta, casi le tocaba sus piececitos descalzos. El torso aún tenía un brazo pegado, y la cabeza estaba pegada al otro. Junto a una ventana estaba la pierna restante.
Iba a gritar, pero el terror era tal que la voz no le salía.
La cabeza la miraba con ojos vidriosos, acusadores. Ella odiaba esa cabeza, era la cabeza del vecino, que el día anterior había amenazado con matar a su papito. El vecino era un hombre malo. Le daba dulces y sonrisas falsas, pero en sus ojos afloraba el peligro, una mirada de depredador. Le tenía miedo. Su papito debía creer que era peligroso, porque le reclamó, después se gritaron y su papito lo golpeó. Entonces fue cuando el vecino dijo que lo mataría.
El señor de los sueños, un hombre con ojos de fuego que la visitaba a veces cuando dormía, le había dicho que debía matarlo o él vecino mataría a su papito. Le dijo que le ayudaría y ella le dejó hacer.
Al menos su papito estaba a salvo. El vecino ya no podría hacerle ningún daño. Abrazó al Sr. Tuff y se permitió una sonrisa de satisfacción.
―Bien hecho, mi pequeña ―dijo el hombre de ojos de fuego en su mente―. Serás una gran aprendiz.
La sonrisa de la pequeña se ensanchó ante el cumplido.