Cuentos cortos de terror

Correr para morir

Noé supo que algo iba mal desde el momento que tomó el camino alterno. Un tramo de la carretera principal se había hundido desde hacía semanas y aún no lo reparaban. Los pocos viajeros que usaban esa carretera se habían visto en la necesidad de hacer sus trayectos en un viejo camino alterno que se hundía en el corazón de un umbrío bosque antes de volver a otra carretera.

En esos momentos estaba a mitad del bosque, rodando entre baches, solo. Los árboles que lo rodeaban eran delgados y altos, de frondosas ramas que se entrelazaban formando una techumbre, incluso encima del camino, de manera que casi siempre estaba en penumbras.

Noé pensaba que ese lugar era tétrico cuando su auto se hundió de golpe. «¿Qué mierdas? ―maldijo― Pero si no había nada enfrente». El asunto es que cuando bajó para ver de qué iba el problema, descubrió una gruesa cadena de enormes púas, que habían bajado los neumáticos delanteros de golpe. Las cadenas estaban en un pequeño surco, revelando que habían permanecido ocultas hasta que estuvo casi encima. Fue por esto que se puso de pie de un salto.

Había un hombre en cada extremo del camino, y otro a un costado. Los tres usaban pasamontañas y tenían sendos machetes en las manos. Los sostenían de forma amenazadora.

―Lo quiero muerto ―dijo uno de ellos, con voz fría, malévola.

Noé hizo lo único que pensó que podía hacer: echarse a correr en la dirección que no había ningún hombre. Afortunadamente lo frondoso de las copas mantenía casi limpio el suelo, a no ser por el mantillo de musgo y hojas muertas. Eso le permitió correr sin obstáculos. Lo malo es que los tipos de los machetes también podían hacer lo mismo. Peor aún, eran más rápidos que él, según constató momentos después. Uno de los tipos iba tras su estela; los otros dos, lo estaban desbordando por los costados.

Hasta ese momento no se había detenido a pensar qué carajos estaba ocurriendo. Todo había pasado en un santiamén, sin tiempo para pensar en cómo había terminado allí, ni qué carajos hacía corriendo a la mitad de un tenebroso bosque. Oh, sí, al menos eso estaba claro: escapaba de tres dementes que lo querían hacer pedacitos. Pero, ¿por qué? «Porque están locos y yo no soy el hombre con más suerte del mundo».

De pronto vio algo de claridad por delante y empezó a llegar a sus oídos el rumor del agua. «¡Un río!», pensó que podría cruzarlo y escapar, en eso de nadar era mejor que la mayoría. Cuando alcanzó la claridad, se llevó una decepción, pues no era un río, sino sólo una garganta de unos cuatro metros de profundidad por diez de ancho, en cuyo centro corría un arroyo de aguas pardas.

Sus perseguidores estaban cerrando el cerco, así que otra vez no tuvo mucho tiempo para pensar. Saltó antes de que lo alcanzaran. Dobló las piernas con el impacto y rodó para amortiguar la caída. Se detuvo a escasos centímetros del agua. Se echó a correr corriente abajo, pensando que su única opción de escapatoria estaba en que ese riachuelo desembocara en un río antes de que se rindiera a la fatiga. «Eso o que dé con alguna aldea». Tras él saltaron los enmascarados. La persecución continuó apenas sin cambios.

Noé maldijo para sus adentros. No tenía ni idea de por qué había terminado en aquella situación, su vida pendiendo en un hilo. Lo único que tenía claro era que debía correr. Si lograba salvar la vida, ya habría tiempo para hacerse un millar de preguntas.

Al principio pensó que era cansancio. Sintió un escalofrío y le pareció que su corazón latía desaforado. La atmósfera se volvió pesada, cada paso le costaba más y el mundo ante sus ojos se sumergió en penumbras. Nunca había sufrido un infarto, pero por un instante pensó que podría estar siendo víctima de uno por el cansancio.

Más adelante vio una cueva, cuya boca era negra. De alguna forma le recordó a una boca de un carroñero, de olor putrefacto y nauseabundo. Tuvo la certeza de que, si se acercaba a esa cueva, podía darse por muerto. Volvió la vista, vio a los tres perseguidores, así que siguió hacia delante, hacia la cueva.

De la cueva le llegó un hedor a carne en descomposición, nauseabundo. Con el hedor vino el aire, que lo envolvió, mareándolo, dejándolo incapaz de continuar. Después hubo un sonido como de succión y se vio arrastrado hacia la cueva. Intentó gritar, aunque nunca supo si de su garganta brotó ruido alguno. Adentro estaba oscuro y el hedor era mucho peor. Sintió que algo lo envolvía, algo que parecía vivo pues se movía, sin embargo, el contacto le recordaba al lodo. Cuando vino el dolor, supo que se estaban alimentando de él.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.