Se supone que una iglesia es un lugar sagrado, inviolable para satanás y sus esbirros de allende de nuestro mundo. Fue por eso que me detuve a las puertas de una parroquia, cansado de tanto correr y aterrado por aquello que me perseguía. No sé lo que es, sólo sé que se trata de algo diabólico que no me desea nada bueno.
Ascendí unos escalones y me detuve a escasos centímetros de la puerta de la iglesia, pensando en cuál era el procedimiento para acceder a uno de esos recintos a la una de la madrugada; si es posible, en todo caso. Una ráfaga de gélido viento y una risa cargada de locura hizo que me olvidara de las buenas maneras e intenté entrar sólo empujando las hojas. La puerta no cedió al primer empujón, ni al segundo. Empecé a llamar a gritos y a empujar con bríos, pero nada que cedía.
A mis espaldas, todo había quedado en calma, pero no me confiaba. El ser al que yo había dado permiso de venir a nuestro mundo estaba cerca, tenía esa certeza. Y ahora quería mi alma, y venía por mí. Eso me pasó andar jugando con secretos peligrosos. No pude evitar evocar a una amiga de la preparatoria: “Sólo lo hice por curiosidad”, dijo un día después de su primera vez. A los tres meses ya tenía su pancita. «Sólo lo hice por curiosidad», pude haber dicho yo, y ahora, algo que ni sé qué es, viene a quitarme la vida.
―¿Quién es? ―pregunta alguien al otro lado de la puerta.
―Alguien que necesita ayuda. Por favor, ábranme ―suplico.
―Ya voy.
Percibo una luz que se acerca, y un leve taconeo. «Por favor, deprisa», suplico en mi mente. Miro atrás, aunque no sé por qué, porque la cosa que me persigue es invisible, se trata sólo de una presencia. Lo único que vi de ella un par de veces fueron sus ojos, negras las pupilas y naranjas los iris; ojos pequeños y rasgados, irradiaban odio y locura. Y yo lo invoqué, yo lo traje a este mundo, creyendo que todo era una tontería. Pero funcionó y está aquí. ¡Me va a matar por haberlo traído! Extraña esa forma de agradecer, ¿cierto?
El frío que lo acompaña y la risa demencial no han vuelvo a producirse, pero lo siento, lo siento como una corriente eléctrica que me eriza la piel y que lleva a mi corazón al borde del colapso. «Dios, ¿qué he hecho? ―me pregunto, completamente arrepentido―. Abra, deprisa».
Voy a golpear de nuevo la puerta y a gritar, cuando escucho que destraban los pasadores. Entro como una tromba, trastabillando.
―Cierre, cierre ―le grito al hombre que me ha abierto, por los hábitos, es probable que se trate del sacerdote―. Cierre deprisa, por favor.
―Claro, claro. ―Le tiembla la voz y no parece estar seguro, pero hace lo que le pido―. ¿Así está bien? ―pregunta, señalando las puertas aseguradas.
―Sí. Escuche, padre, sé que es difícil de creer, pero me viene persiguiendo un demonio. No podrá entrar aquí ¿verdad? Fue por eso que llamé, con la esperanza de que no pueda entrar en lugar sagrado.
El padre sonrió. A la luz amarillenta de la lámpara, su sonrisa no fue reconfortante, sino más bien, atemorizante.
―¡Oh, vana esperanza la suya! ―Alzó la lámpara y la arrojó al piso con fuerza. Quedamos en completa oscuridad―. No sabe los lugares a los que los siervos de la oscuridad tenemos acceso.
Sus ojos eran dos ascuas en la oscuridad: dos pupilas negras rodeadas de llamas naranjas. «¡Oh, mierda! ―comprendí― Hasta le dije que cerrara las puertas».